Con bisturí certero, Stanley Kubrick despedaza la sociedad americana de los 50 (y quien dice 50, dice 60, 70, 80... 2014) y nos regala un retrato hijoputesco de cada vecino que se asoma, tal es su propia habilidad para dejarse en ridículo.

Habría que matizar, que ningún personaje parece forzado en sus comportamientos, y sin embargo todo acaba convirtiéndose en una farsa completamente satírica y exagerada a través de las muecas de James Mason, el mejor Humbert Humbert que nos pudo legar.
No es cuestión de lo que es correcto, se trata de explorar si realmente se puede ser feliz en una sociedad que castra a sus idealistas, y alza a los altares a gañanes como Clare Quilty (un Peter Sellers glorioso).

Y entre esa fauna decepcionante, la crónica de una tragedia anunciada, el romance con una lolita, la Lolita, una chica tan voluble como atractiva, tan frágil como incontrolable, y causa de la destrucción moral de Humbert.
Lolita parece al principio la jovencita a la que cualquiera querría descubrir el mundo, y luego, con lo enseñado, se da cuenta de todo el poder que tiene sobre el destino del pobre Humbert, y todo lo que puede ganar a base de inocencia y buenas palabras.
¿Cómo perseguir un ideal cuando el propio ideal se resiste a nosotros? Quizá dejándolo ir porque ya no fue lo que era, es la descorazonadora respuesta.

No habrá crónica más cruel que la de ese hombre que encontró lo que quería (eso que a veces nos pasamos la vida buscando) y luego irremediablemente lo perdió.
Humbert somos todos. Igual unos más que otros.