No es poca cosa ver a un hombre arrastrar un ataúd por un camino embarrado, pegar unos cuantos tiros, con la consecuente siembra de cadáveres, y llegar a un pueblo como si eso fuera lo más normal del mundo. "Django", la película que Tarantino ha rescatado para muchos del olvido, es un spaghetti western que ofrece mucho entretenimiento y que para el seguidor específico de este tipo de western supondrá un gran regocijo, antes y ahora. Cuando se empezaron a hacer películas del oeste en Europa estaba claro que el guión y la técnica de la imagen no iban a ser elementos muy cuidados, lo que importaba era el impacto de los personajes, la acción, la chulería y la muerte. "Django" es una película arquetípica que responde a las necesidades del subgénero, hecha sin mucho cuidado, con una historia con muchos agujeros pero efectiva y de resultados más que aceptables. De hecho, estoy en condiciones de afirmar que me ha ofrecido mucho más de lo que esperaba.

Ese hombre va arrastrando un ataúd y nos quedaremos con su imagen que sobrevive al resto, porque lo que viene después, ese "mayor" racista y sus hombres con capuchones rojos, los mexicanos, el oro y la prostituta, son cosas muy olvidables. Sabemos muy pronto lo que lleva en su ataúd, una metralleta con munición infinita, así que no es de extrañar que la sangre salpique la pantalla constantemente. Hay mucha muerte, mucha violencia, posiblemente no tanta como se quiera hacer ver, y un machismo tan lamentable e innecesario como ver a dos mujeres pelear de forma gratuita en un charco. Es lo que tiene el spaghetti western, va a por lo que va. A mí "Django" me ha entretenido muchísimo, será porque me gustan las del oeste vengan de aquí o vengan de allí, la suciedad, las balas, la mala leche y esas cosas. Con un ataúd al principio y unas escenas finales en el cementerio tan brillantes es curioso darme cuenta de que la sobrevaloro y ser capaz de decir que no me importa.