Lo primero que llama la atención es ver a Jason Momoa con una faceta dramática de padre de familia. Es justo que todo actor quiera desencasillarse de sus clichés, pero hay que reconocer que las dotes interpretativas de esta masa de músculos son tan escasas como las neuronas de los políticos. Sinceramente, no se le da bien. Pero bueno, el tipo quiere probar otros campos, pero al igual que a Stallone o a Arnold, se le da mejor pelear.
Aun así, la película tiene ciertas dosis de acción, a pesar de que quiere centrarse más en una simple trama que nos recuerda lo malísimas que son las farmacéuticas. Y esto podría ser interesante como thriller, pero tampoco han sabido darle enjundia.
En el fondo, no es más que otra película más de venganza, escalando por la jerarquía de una organización criminal, solo que aquí en vez de ser mafiosos son empresarios.
Es muy justita en todos los sentidos, incluyendo una cámara muy nerviosa en las secuencias de lucha.
Pero es más, después durante un rato se convierte también en “road movie” de huida, y tampoco tiene mucho que aportar en ese sentido.
En definitiva, tenemos la enésima decepción de Netflix, para tirarla directamente al enorme montón de morralla que produce. Pero los hijos de su madre son astutos y saben vender sus películas para que piquemos una y otra vez, cuando a la hora de la verdad solo el 10 por ciento (o menos) de lo que sacan en lo que se refiere a largometrajes, merece la pena.
Por cierto, he hecho el juego mental de pensar si me habría gustado en caso de que el actor principal no fuera Jason Momoa, y la respuesta es un rotundo no.
En una palabra, aburrida.