Cuesta horrores, ya se sabe, salirte con la tuya cuando la suerte, el azar, el destino o la fatalidad (atiende a muchos nombres) no nos fía. Ya estés enamorado hasta las trancas y quieras borrar del mapa, como quien limpia telarañas, al marido de tu amada; ya seas joven y locuelo y aspires a mejorar tu situación, siempre mediocre, aunque en tu mente sólo albergues el fugaz deseo de sentirte libre y poderoso, por unas horas. Nanai -que se dice-, olvídate de las hojas de ruta que te hayas diseñado porque la última palabra la tienen las estrellas, esas místicas puñeteras que, sin atender a tu fe en ellas, ya se encargan de joderte si así se les antoja.

Se le critica a esta cinta el sustentarse en la casualidad y los absurdos imprevistos y reacciones de sus protagonistas para hacer avanzar la trama, pero es que sobre todo ello versa "Ascensor para el cadalso", sobre la inevitabilidad y el relativismo de planes, resultados y consecuencias colaterales, nacidas de la ¿coincidencia? ¿Seguro? Yo lo llamaría justicia poética. Y es que si bien el mundo está repleto de cabronazos que se salen constantemente con la suya, a la hora de llevarlo al cine perdería gran parte de su magia el no contar con ese aura de triste tragedia irremediable, nacida, como digo, de lo inexplicable, y que son todas esas historias en torno a la fatalité. Aunque el ímpetu del hombre siempre influya, los hay que nacen sin estrella y estrellados, avocados al fracaso.

Louis Malle se encarga, con este trabajo, de rendirles un quién sabe si merecido tributo, pero eso sí, rodando las calles, las esquinas y los rostros como nadie: de puta madre. Y con un pulso, una fotografía y cierta melodía de saxo sensacionales.