Nos conviene, a nosotros, ciudadanos de un país de paz y libertades, ver este tipo de películas, que nos recuerdan que la realidad no tiene ni por que ser tan buena ni porque perdurar por siempre.

Contemplar los atroces desmanes del nazismo es pedagógicamente recomendable para quienes no presenciamos por fortuna los horrores de aquella guerra, ni de ninguna otra, para recordar de lo que el hombre es capaz y no permitir que se repita.

Baste este preludio para entrar en la película, recóndita, que no renegando de filmar las matanzas ni atrocidades en su grado mas crudo, mas real, de la guerra; siente la necesidad de expresarla, quizás en su mas aterradora y magistral forma: inoculando el horror en los rostros de quienes la padecen.

Que poco le duró a este niño entusiasta el brillo en la mirada de quien vislumbraba la guerra como una aventura. Su madre, tenía razón, quizás debió acometer con el hacha cuando se lo pidió, pues a la vista de todos quedó su ejercicio de irresponsabilidad infantil.

El uso del fango, del ruido, de los aviones, del caos, de la incertidumbre. Todo ello contribuye a crear una atmósfera de guerra real, donde no hay seguridad, donde no hay gloria, donde solo hay hambre y olor a quemado, a cadáveres y llanto de los que aun viven. Una imagen de la guerra realista: se agradece aunque desagrade.

Contrasta, que duda cabe, que la adultez le llevase a la guerra, en aquella leva de partisanos y la niñez le salvase de la misma, de una muerte que parecía cierta en la casa de los horrores, lugar donde unas cien almas fueron pasto de fuego, deflagración y plomo.

En suma. Película de una crudeza extraordinaria y que cumple a la perfección su objetivo: mostrar una guerra sin épica, desgarradora y auténtica, así como helar la sangre y afligir el corazón de quienes, con horror, la hemos visto.