Señores de Disney, entierren el cadáver de Peter Pan definitivamente, tras matar su espíritu en esta lamentable adaptación.
Hay muchas maneras de decir que la película es mala (que lo es) y son muchos lo que se esfuerzan en decir que no les gusta pero que no tiene que ver con el exceso de ideología woke que lleva el film dentro. A mí no me averguenza decirlo: no me gusta esa inclusividad woke metida con calzador en una historia que lleva más de un siglo con nosotros conviviendo perfectamente.
La propia Disney se encargó de hacer varias películas sobre Campanilla (de animación) donde la veíamos como protagonista con su grupo de amigas hadas. En ese grupo había de todo pelaje, raza y condición, y Campanilla seguía siendo blanca y rubia. Pues ya no. Disney se carga su propio legado y ahora Campanilla es negra. Y ahora no es celosa, ahora es supermaja y amiga de Wendy, en un acto de empoderamiento femenino y sororidad como el que mandan los tiempos.
Peter Pan tampoco se salva, mestizo y con un punto chicano, dan ganas de sujetarse la cartera cuando lo vemos por primera vez. Y no es el único: Wendy aquí es SuperWendy, y de la princesa Tigrilla ni hablemos: tiene en esta versión más años que un bancal, y se dedica a ir por ahí a caballo como si fuera el Zorro (la Zorra) con cabriolas de despedida. De su poblado indio, apenas un par de planos, no sea que los nativos americanos se enfaden y pongan un tuit ofendidito.

¿Es entretenida? Tampoco. Dura media hora más que la original de 1953 para contarnos mucho menos.