Agosto

Hay algo fascinante en Agosto, algo que se agarra al pecho del espectador y no lo suelta nunca más.
Tracy Letts, como guionista de la película y autor de la obra, compone un fascinante fresco de familia. Historias de familias mal avenidas y llenas de secretos y tensiones hay miles, pero pocas veces se ponen en una pantalla o en un teatro con tanto desgarro, con tanta tragedia sin necesidad de que haya sangre ni dramón, con tanta tristeza y dureza y a la vez con tanta elegancia. Eso es Agosto, y quizá uno de sus pocos y mínimos fallos es que no existe una separación clara entre teatro y cine. Letts no sabe o no quiere hacer un libreto para una película y sigue siendo excesivamente teatral en la concepción de personajes y diálogos, aunque de vez en cuando se permita sacar a los personajes de la casa familiar. Pero la narración es tan fascinante, los personajes tan adictivos y reales (y todos tienen su momento o momentos en la función) y la película tan indiscutiblemente buena, excelente incluso, que se le perdona. Agosto es cine puro, quizás no en la forma pero sí en el fondo, porque el fondo del cine siempre es y será el mismo que el del teatro: guión y actores, guión y actores, guión y actores. Y como tal Agosto es perfecta y funciona con una precisión milimétrica. Es cine de emociones descontroladas y pasiones profundas y su atractivo es claro al respecto.
Y qué se puede decir del reparto. Todos, absolutamente todos los actores están maravillosos: Dermot Mulroney, Ewan McGregor, Chris Cooper, Juliette Lewis (felizmente recuperada), Sam Shepard, Benedict Cumberbatch (encantador en un personaje peculiar que demuestra una vez más su versatilidad), Abigail Breslin, todos tienen momentos para el lucimiento mientras trabajan al servicio de las cuatro estrellas de la función, las oficiales y las tapadas. Estas últimas son Julianne Nicholson y Margo Martindale, dos auténticas robaescenas ante las que hay que quitarse el sombrero. Y por supuesto, Meryl Streep y Julia Roberts. Con la Streep sobran ya las palabras. no existe en el mundo un personaje que se le resista y sigue explorando esa habilidad sobrenatural para interpretar a mujeres con todo tipo de excentricidades y problemas sin pasarse un pelo, como es el caso de esta Violet tan compleja, tan miserable y a la vez tan digna de lástima. Roberts, por su parte, acomete un rol de una agresividad y una mala baba que pocas veces ha tenido oportunidad de mostrar la Novia de América en una pantalla, y no sólo sale airosa sino que entrega la que probablemente es su mejor interpretación.
En definitiva, no es una obra maestra como sí lo es la pieza teatral, todavía más intensa, pero es una excelente película que no hay que perderse bajo ningún concepto porque tiene un reparto que vale un mundo y porque es simple y llanamente un peliculón.

Lo mejor: El reparto (especialmente Streep, Roberts, Nicholson y Martindale) y el guión. O sea, lo que tendrían que ser todas las películas. Y por supuesto la intensidad de la propuesta (ver el final, la conversación de las tres hermanas en el cobertizo o por supuesto la cena familiar).
Lo peor: La puesta en escena es excesivamente deudora del carácter teatral de la historia y no todos los diálogos son igual de interesantes o necesarios.

Una película de personajes e interpretaciones. La deidad interpretativa de Meryl se acompaña con maravillosas perlas secundarias. La trama se va desgranando, como las capas de una cebolla, entre sobresaltos y éxtasis dramáticos donde se crecen unos personajes que, ocultos en su pasado, se nos muestran fruto de una vida compleja. Los diálogos intentan abrirnos, con naturalidad, las yagas de lo oculto, enseñarnos los motivos, causas y consecuencias del multiperspectivismo de sus personalidades. La escenografía, magistralmente teatral, revela perlas ensangrentadas, planos y secuencias que nos coloca, al espectador, como un comensal más en la comida de leones devorando las mentes de los personajes. Un exquisito plato servido con los mejores invitados.