Salvo contadas y honrosísimas excepciones, el de los setenta posiblemente sea el cine que peor ha envejecido, prueba fehaciente de lo cual es esta «Asesinato en el Orient Express», saludada en su día con un notable éxito de crítica y público —nominaciones y galardones incluidos— que hoy se antoja difícilmente comprensible.
Las holguras presupuestarias, traducidas en un atractivo diseño de producción y un reparto de campanillas, no encuentran continuidad en una dirección sumamente deslavazada, casi diríase labor de un debutante, amateur incluso, de todo punto impropia de un realizador de la talla de Sidney Lumet.
Como si de un resfriado se tratara, dicha desgana parece contagiarse a todos y cada uno de los integrantes del —insisto en que lujoso— elenco, excepción hecha de un Albert Finney que peca precisamente de lo contrario: su Hércules Poirot convierte en histriónico caricato a quien no hacía tanto se había erigido en imagen de los «Angry Young Men».
Tampoco el guion se libra de la desidia generalizada —ello resulta especialmente grave habida cuenta de la celebérrima novela que pone en imágenes—; hasta tal punto que el desenlace consiste en una prolija explicación —casi un cuarto del metraje total— por parte del perspicaz detective.
En fin, soberana decepción, particularmente lastimosa a la vista de su opulenta ficha técnica—ni el maquillaje está bien puesto—. La verdad, no recuerdo mayor desperdicio de talento desde la participación de España en el mundial de 2014, mi nota de selectividad o cualquier festival indie que se les ocurra.