Desde el formato de los títulos de crédito, cuyo diseño invoca raíces de sugestión, toda la película se comporta como un ejercicio de belleza excepcional y de una plasticidad inquietante.
En la trama se implican relaciones filosóficas y mundanas mediante las que H. Teshigahara abre las puertas de un entorno desconocido.
La transición entre los espacios abiertos y el recinto cerrado, lesivo, opresivo, sofocante y oscuro invita a buscar simbolismos
La historia es magnífica en sí misma pero gracias al guión de A. Kabe se convierte en un argumento sobresaliente.
El director conjuga todos los elementos para que la ambientación permita situar la acción en su contexto auténtico, para que el ritmo se adecue con precisión a lo que requiere la obra, para que la iluminación realce con su sobriedad los tintes del dramatismo, para que la banda sonora marque la armonía de los sentidos y para que la narrativa no pierda un ápice de elocuencia a pesar de la deliberada precariedad de los diálogos.
Largometraje excepcional, abrumador, complejo, intimista y, sobre todo, auténtico ejemplo de que el buen cine no conoce fronteras.