La emblemática película de Luhrmann se ha convertido en parte simbólica de la historia de mi relación con el séptimo arte. Pocas obras han conseguido lo que ella, creo que solo un par más: que tuviera que huir del cine porque su visionado me resultaba insufrible, irritante. Abandoné a mi pareja y la espere en la calle. Así de fácil, así de vergonzoso para mi. Todo un merito del cual puede orgullecerse, porque me tengo por un cinéfilo de resistente trinchera.

Los premios no se los niego. No tengo nada que decir al respecto. Muchos son técnicos y los que no lo son me bailan el agua. Yo tengo mi sensibilidad y, por lo que parece, choca desbocadamente de frente con la del director australiano. El componente musical fue uno de los principales motivos de mi oscura retirada silenciosa de la sala de proyección entre las piernas de la gente sentada que disfrutaba de aquel espectáculo. Sencillamente sentía maltratada la música que formaba parte de mi vida popera. No veía la necesidad de aquellos engendros melódicos, de aquella destrucción deliberada y harmónica de mis canciones.

La trama os puedo asegurar que acabo siendo secundaria y la aparté de mi pensamiento, solo percibía canciones escurridizas que me ofendían.

Moulin Rouge sigue siendo apreciada, por lo que veo. La euforia que produce cierto segmento musical siempre será un misterio para mi. Moulin rouge permanecerá por siempre en mi historial cinéfilo como una de las escasísimas filmaciones que no pude resistir, y por ello, aunque pueda resultar paradójico, la tengo en cierta estima. De lo contrario, la hubiera calificado, como mucho, con un dos.