Ya ni me acuerdo de cuándo vi esta película por primera vez, supongo que hace un montón de años. Desde entonces he vuelto a verla unas cuantas veces; la he revisitado estos últimos días, asqueado por el deprimente panorama del cine actual, y una vez más ha conseguido atraparme en sus redes.

Me parece realmente increíble que una obra rodada hace tantos años conserve intacta toda su frescura. Tanto más, cuanto que apenas guardo recuerdo alguno de las otras obras de Bogdanovich que he visto. Esta es, en mi opinión y de largo, su obra más inspirada. Uno no sabe qué admirar más, si la delicadeza con que trata los conflictos de la adolescencia, que son al fin y al cabo los del alma humana, la belleza de la fotografía, o el sabor crepuscular de algunas de las múltiples historias que se entrelazan en ella. El director ha sabido concentrar en un polvoriento pueblo de los Estados Unidos un verdadero caleidoscopio de vidas y emociones humanas, sin absolutamente ninguna salida de tono, y sin pisar nunca en falso.

Tengo la impresión de que la magia de esta obra reside justamente en eso, en la contención emocional, que le permite al director sortear el riesgo de caer en el sentimentalismo, sin rehuir sin embargo los aspectos más crueles y escabrosos de la experiencia adolescente.

Capítulo aparte merece el trabajo de los actores que, del primero al último, hacen de esta película un placer agridulce e inolvidable. Hasta el punto de que para mí los nombres de Timothy Bottoms, Jeff Bridges, Cybill Shepherd y, ¡cómo no!, Cloris Leachman siempre estarán vinculados a ella.