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Jordirozsa rating:
5
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October 7, 2022
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El equipo de Marc Lledó Escartín elabora una propuesta ambiciosa, cuyo resultado a primera vista puede llegar a parecer de todo menos conseguido y eficiente, pero que bajo la desaborida sensación que deja al final, por lo menos da pie a formular más de una hipótesis, reflexión o lectura, si, una vez vista, al cabo del tiempo, su contenido ha logrado madurar lo suficiente.
En su único largometraje hasta la fecha, el realizador catalán nos lleva a un viaje a lo desconocido, en varios sentidos, partiendo de un tópico tan usado como simple, a la vez que generador de expectativas aventurescas, ubicándonos diegéticamente en la primera persona del protagonista: ese personaje calvo, luciendo perilla, que en el póster promocional aparece con los ojos cerrados, escudriñando la presencia de sonidos a los que parece querer invocar (valga la redundancia) para que le den respuestas. Un personaje en el que, a primera vista, se me antojó ver a John Malkovich. Pero no, es Julien Blaschke; y me van a decir: «¡vamos, se parecen lo que un huevo a una castaña!» (vale decir que Malkovich habría sido grande en este papel).
En su búsqueda por Albania, con la ayuda de antiguos contactos (Mariana, interpretada por una relativamente eficaz, delante de la cámara, Marina Talpalaru), dieciocho años después de su tragedia, de respuestas que le permitan completar el proceso de aceptación y asimilación del asesinato de su esposa y compañera de reportajes, Julien (coincide el nombre del actor con el del papel que interpreta) nos coje de la mano para llevar a cabo su investigación.
Lo más interesante de su periplo, y que es el factor fundamental en la génesis y sustento de la tensión dramática, es la progresiva transformación de la naturaleza de la dilucidación que Julien va a procurar dar a los hechos, desde la acérrima y más escéptica racionalidad, pasando por abrir la puerta a lo sobrenatural, hasta incluso como deseando su plausibilidad y, al final, intentar comprenderlo. Hasta conjurar aquello que, a pesar de ir intuyendo, y a la par hacer intuir al espectador durante el desarrollo del guion, de manera muy subterfugia, parece muy ajeno a su sistema de concebir el mundo.
El rollo de Marc Lledó, en sus ochenta y ocho minutos de duración, consigue zafarse de cualquier etiqueta de género, e incluso en primera instancia que nos olvidemos de la categoría del terror, para trazar algo que recuerda a películas como «Las Flores de Harrison» (2000), o incluso «Missing» (1982); ubicando el prolegómeno de la muerte de la mujer de Jean en el convulso episodio sociopolítico que vivió la república balcánica a finales de los 90: alborotos y revueltas que se saldaron con más de 2000 muertos, nos da la sensación de movernos más en una crónica de guerra de Pérez Reverté, que en una historia de espíritus y de demonios.
Hasta las referencias al oscuro folklore de los nativos del lugar donde tienen lugar las pesquisas de Julien, son incorporadas como un efecto más de la estampa o postal que se nos pinta de un país del que el común de los mortales bien poca cosa conoce, a parte de su bandera roja con el aguilucho negro bicéfalo, y su posición geográfica entre el Jónico y el Adriático.
El trabajo de María Santolaria, lo mejor de la factura técnica, nos va regalando hermosas vistas del ignoto país (de hecho, las más comunes y emblemáticas que podríamos encontrar en una guía turística), y retratos de sus gentes y su modo de vida, queriendo imprimar ese toque de realismo del que se hace gala en los primeros títulos, con letras rojas: «this is a true history», al son de balidos de ovejas y lejanos ladridos de perros, abriéndose el telón sobre tres hermosas postales, en lo que representa un amanecer en la campiña albana. La frescura de estos parajes exteriores contrasta con una rica diversidad de interiores (el rústico interior de la casa de los Simaku, la acomodada morada del sacerdote ortodoxo, la habitación del hotel donde se hospeda Julien…), todos ellos con un tratamiento de textura y luz diferentes, pero teniendo en común el plus de la atmósfera del misterio y lo siniestro.
La banda sonora de Manu Ortega es tan decente (dentro de lo convencional que exige el tipo de narrativa de la película) como insulsa. Pues tampoco se le pide más, ya que su función no es otra que acompañar y alimentar la parsimonia del compás al que va avanzando la acción.
Los respectivos códigos de la dirección de fotografía, la banda sonora, ya marcan desde el principio la deriva que tomará, lentamente, hacia el mundo de lo sobrenatural. Usando siempre como puerta de entrada, estos elementos propios del tipismo tradicional i popular de los locales, cuyo sustrato se remonta a las antiguas tribus ilíricas que poblaban la zona, y con similitudes y paralelismos varios con la imaginería greco-romana.
Concretamente, esta cinta se centra en la figura mitológica del «kukudh», ser que, según la zona geográfica de influencia albanesa es concebido como un cadáver revivido de entre los muertos para embrujar a los vivos, equiparable al zombie, la momia o el vampiro («lugat», como se llamaría en lengua nativa); o un demonio hembra ciego, portador de la enfermedad.
Tomándose sus licencias, Marc Lledó toma a este fulano paticorto y con cola de cabra, y en esta diabólica figura centra el argumento de las averiguaciones emprendidas por un reportero que en su afán de encontrar al «asesino» de su esposa, sufrirá él mismo un proceso de transformación espiritual.
Estéticamente, el filme tomará la forma de una especie de pseudo-reportaje en primera persona, que echa mano (no podía ser de otra manera) de los recursos propios de la profesión periodística: la entrevista, la búsqueda y análisis documental…, de modo que Julien Blaschke aparecerá como una rara amalgama de Richard Kapuscinski e Iker Jimenez («Cuarto Milenio») en su papel.
El «script» describirá la metamorfosis del personaje de una manera muy sutil, y como en una espada de doble filo,
En su único largometraje hasta la fecha, el realizador catalán nos lleva a un viaje a lo desconocido, en varios sentidos, partiendo de un tópico tan usado como simple, a la vez que generador de expectativas aventurescas, ubicándonos diegéticamente en la primera persona del protagonista: ese personaje calvo, luciendo perilla, que en el póster promocional aparece con los ojos cerrados, escudriñando la presencia de sonidos a los que parece querer invocar (valga la redundancia) para que le den respuestas. Un personaje en el que, a primera vista, se me antojó ver a John Malkovich. Pero no, es Julien Blaschke; y me van a decir: «¡vamos, se parecen lo que un huevo a una castaña!» (vale decir que Malkovich habría sido grande en este papel).
En su búsqueda por Albania, con la ayuda de antiguos contactos (Mariana, interpretada por una relativamente eficaz, delante de la cámara, Marina Talpalaru), dieciocho años después de su tragedia, de respuestas que le permitan completar el proceso de aceptación y asimilación del asesinato de su esposa y compañera de reportajes, Julien (coincide el nombre del actor con el del papel que interpreta) nos coje de la mano para llevar a cabo su investigación.
Lo más interesante de su periplo, y que es el factor fundamental en la génesis y sustento de la tensión dramática, es la progresiva transformación de la naturaleza de la dilucidación que Julien va a procurar dar a los hechos, desde la acérrima y más escéptica racionalidad, pasando por abrir la puerta a lo sobrenatural, hasta incluso como deseando su plausibilidad y, al final, intentar comprenderlo. Hasta conjurar aquello que, a pesar de ir intuyendo, y a la par hacer intuir al espectador durante el desarrollo del guion, de manera muy subterfugia, parece muy ajeno a su sistema de concebir el mundo.
El rollo de Marc Lledó, en sus ochenta y ocho minutos de duración, consigue zafarse de cualquier etiqueta de género, e incluso en primera instancia que nos olvidemos de la categoría del terror, para trazar algo que recuerda a películas como «Las Flores de Harrison» (2000), o incluso «Missing» (1982); ubicando el prolegómeno de la muerte de la mujer de Jean en el convulso episodio sociopolítico que vivió la república balcánica a finales de los 90: alborotos y revueltas que se saldaron con más de 2000 muertos, nos da la sensación de movernos más en una crónica de guerra de Pérez Reverté, que en una historia de espíritus y de demonios.
Hasta las referencias al oscuro folklore de los nativos del lugar donde tienen lugar las pesquisas de Julien, son incorporadas como un efecto más de la estampa o postal que se nos pinta de un país del que el común de los mortales bien poca cosa conoce, a parte de su bandera roja con el aguilucho negro bicéfalo, y su posición geográfica entre el Jónico y el Adriático.
El trabajo de María Santolaria, lo mejor de la factura técnica, nos va regalando hermosas vistas del ignoto país (de hecho, las más comunes y emblemáticas que podríamos encontrar en una guía turística), y retratos de sus gentes y su modo de vida, queriendo imprimar ese toque de realismo del que se hace gala en los primeros títulos, con letras rojas: «this is a true history», al son de balidos de ovejas y lejanos ladridos de perros, abriéndose el telón sobre tres hermosas postales, en lo que representa un amanecer en la campiña albana. La frescura de estos parajes exteriores contrasta con una rica diversidad de interiores (el rústico interior de la casa de los Simaku, la acomodada morada del sacerdote ortodoxo, la habitación del hotel donde se hospeda Julien…), todos ellos con un tratamiento de textura y luz diferentes, pero teniendo en común el plus de la atmósfera del misterio y lo siniestro.
La banda sonora de Manu Ortega es tan decente (dentro de lo convencional que exige el tipo de narrativa de la película) como insulsa. Pues tampoco se le pide más, ya que su función no es otra que acompañar y alimentar la parsimonia del compás al que va avanzando la acción.
Los respectivos códigos de la dirección de fotografía, la banda sonora, ya marcan desde el principio la deriva que tomará, lentamente, hacia el mundo de lo sobrenatural. Usando siempre como puerta de entrada, estos elementos propios del tipismo tradicional i popular de los locales, cuyo sustrato se remonta a las antiguas tribus ilíricas que poblaban la zona, y con similitudes y paralelismos varios con la imaginería greco-romana.
Concretamente, esta cinta se centra en la figura mitológica del «kukudh», ser que, según la zona geográfica de influencia albanesa es concebido como un cadáver revivido de entre los muertos para embrujar a los vivos, equiparable al zombie, la momia o el vampiro («lugat», como se llamaría en lengua nativa); o un demonio hembra ciego, portador de la enfermedad.
Tomándose sus licencias, Marc Lledó toma a este fulano paticorto y con cola de cabra, y en esta diabólica figura centra el argumento de las averiguaciones emprendidas por un reportero que en su afán de encontrar al «asesino» de su esposa, sufrirá él mismo un proceso de transformación espiritual.
Estéticamente, el filme tomará la forma de una especie de pseudo-reportaje en primera persona, que echa mano (no podía ser de otra manera) de los recursos propios de la profesión periodística: la entrevista, la búsqueda y análisis documental…, de modo que Julien Blaschke aparecerá como una rara amalgama de Richard Kapuscinski e Iker Jimenez («Cuarto Milenio») en su papel.
El «script» describirá la metamorfosis del personaje de una manera muy sutil, y como en una espada de doble filo,
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
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Spoiler:
hábilmente nos hará mantener la atención en la labor inquisitoria del protagonista: su andar hacia el resolutivo encuentro con el «ente» que va asomando cada vez más en su búsqueda (el encuentro con lo mágico, lo numénico que se va gestando al otro borde de la hoja), y parece como si estuviera esperando a que Julien abra un cerrojo, levante una tapa, retire un velo… para poder hacer su final y manifiesta aparición. Como si se tratara de una semienterrada estatua que antes de quedar descubierta en su esplendor, debe esperar a que un sufrido y paciente arqueólogo vaya retirando restos de arena con un pincel.
Este trayecto se va recorriendo de un modo extremadamente pausado, y hasta incluso lo que ya nos pueda insinuar desde el principio, se diluye en la composición de retazos de entrevistas grabadas, otras presenciales, entre distintos personajes de los que Julien espera poder sacar información que le permita llegar hasta el fondo de su indagación.
Por momentos, el montaje peca de excesiva fragmentación, y se detiene de vez en cuando en el aquí y ahora para ir insinuando la ominosa presencia del «kukudh», hasta que ésta acabe de desintegrar la frágil concha de la incredulidad. Algo que da la impresión de alargarse asintóticamente hasta que Lledó se saca de la chistera unos archivos secretos del padre de Mariana, ya fallecido, antiguo agente del servicio secreto albano creado por Enver Hoxha (no está documentada la existencia de una «brigada anti paranormal» de la Sigurimi, la policía secreta albana), entre los que Julien halla unas grabaciones que revelan la verdad. ¿Pero qué «verdad»?
¿Es la aparición final del «kutudh», en esa silueta borrosa de un humanoide desnudo tras el cristal del balcón en la habitación del hotel, que como efecto visual se antoja de lo más cutre que podamos ver (parece rescatada de un «flick» coloreado de los años 30-40 del siglo XX), una presencia «real», o es fruto de la progresiva sugestión de Julien, quien crea, «invoca» esa «imago tremens», y la proyecta desde un fuero interno sediento de respuestas, de sentido existencial?
La senda que traza el recorrido de los pensamientos y emociones de Julien durante el metraje está marcada por tres hitos, que coinciden con tres escenas: la entrevista en la casa de los Simaku, la entrevista con el sacerdote y el último «rendez-vous» de Julien y Mariana, en la habitación del hotel. Tres escenas que van recargando la tensión del espectador, aparte de los momentos (como en el de la descubierta de los archivos del padre de Marina), en los que Lledó augmenta contrapuntísticamente el tono, sin llegar al sobresalto.
El inicio del relato con la voz en off, en la primera persona de Julien, no sólo nos ubica en su perspectiva, sino que también construye dos planos de realidad diegética: su visión, su experiencia, que comparte con el público, como si nos lo contara en una de las entrevistas que él realiza a otros, y el del continuo de los hechos acaecidos en su investigación; la sucesión de fragmentos que él mismo va ensamblando hasta configurar su «historia real».
La caracterización de Julien, al que sólo le faltan unos cuernecillos para ser calcado a un ente mefistofélico ya es una pista muy indicativa y/o declarativa del tema que nos cuenta Lledó: la descubierta de lo que llevamos dentro de nosotros mismos; para lo cual se acaban siempre rindiendo la razón y el pensamiento. No hallo otra forma de interpretar el atisbo de sonrisa en la asombrada faz del protagonista, contemplando la aparición final, para luego girarse a la de Mariana, momento en el que se funde el plano a modo de telón.
Queda claro el mensaje de Lledó, aunque su estilo narrativo se quede en lo preciosístico, y por ende resulte un tanto timorato en su alocución. Se levanta los pantalones hasta las rodillas, y se moja sólo los pies y las pantorrillas. Pero, amigo Marc, para algo más, en la próxima, hay que desnudarse y echarse a la poza desde lo alto; por muy fría que se tema que esté el agua.
Este trayecto se va recorriendo de un modo extremadamente pausado, y hasta incluso lo que ya nos pueda insinuar desde el principio, se diluye en la composición de retazos de entrevistas grabadas, otras presenciales, entre distintos personajes de los que Julien espera poder sacar información que le permita llegar hasta el fondo de su indagación.
Por momentos, el montaje peca de excesiva fragmentación, y se detiene de vez en cuando en el aquí y ahora para ir insinuando la ominosa presencia del «kukudh», hasta que ésta acabe de desintegrar la frágil concha de la incredulidad. Algo que da la impresión de alargarse asintóticamente hasta que Lledó se saca de la chistera unos archivos secretos del padre de Mariana, ya fallecido, antiguo agente del servicio secreto albano creado por Enver Hoxha (no está documentada la existencia de una «brigada anti paranormal» de la Sigurimi, la policía secreta albana), entre los que Julien halla unas grabaciones que revelan la verdad. ¿Pero qué «verdad»?
¿Es la aparición final del «kutudh», en esa silueta borrosa de un humanoide desnudo tras el cristal del balcón en la habitación del hotel, que como efecto visual se antoja de lo más cutre que podamos ver (parece rescatada de un «flick» coloreado de los años 30-40 del siglo XX), una presencia «real», o es fruto de la progresiva sugestión de Julien, quien crea, «invoca» esa «imago tremens», y la proyecta desde un fuero interno sediento de respuestas, de sentido existencial?
La senda que traza el recorrido de los pensamientos y emociones de Julien durante el metraje está marcada por tres hitos, que coinciden con tres escenas: la entrevista en la casa de los Simaku, la entrevista con el sacerdote y el último «rendez-vous» de Julien y Mariana, en la habitación del hotel. Tres escenas que van recargando la tensión del espectador, aparte de los momentos (como en el de la descubierta de los archivos del padre de Marina), en los que Lledó augmenta contrapuntísticamente el tono, sin llegar al sobresalto.
El inicio del relato con la voz en off, en la primera persona de Julien, no sólo nos ubica en su perspectiva, sino que también construye dos planos de realidad diegética: su visión, su experiencia, que comparte con el público, como si nos lo contara en una de las entrevistas que él realiza a otros, y el del continuo de los hechos acaecidos en su investigación; la sucesión de fragmentos que él mismo va ensamblando hasta configurar su «historia real».
La caracterización de Julien, al que sólo le faltan unos cuernecillos para ser calcado a un ente mefistofélico ya es una pista muy indicativa y/o declarativa del tema que nos cuenta Lledó: la descubierta de lo que llevamos dentro de nosotros mismos; para lo cual se acaban siempre rindiendo la razón y el pensamiento. No hallo otra forma de interpretar el atisbo de sonrisa en la asombrada faz del protagonista, contemplando la aparición final, para luego girarse a la de Mariana, momento en el que se funde el plano a modo de telón.
Queda claro el mensaje de Lledó, aunque su estilo narrativo se quede en lo preciosístico, y por ende resulte un tanto timorato en su alocución. Se levanta los pantalones hasta las rodillas, y se moja sólo los pies y las pantorrillas. Pero, amigo Marc, para algo más, en la próxima, hay que desnudarse y echarse a la poza desde lo alto; por muy fría que se tema que esté el agua.