Muchos de los que terminamos siendo fanáticos de las series reconocemos fácilmente las virtudes de Breaking Bad. Por ejemplo, el modelo narrativo tan altamente literario, con diálogos realmente impactantes, anticipaciones y retrocesos de gran calado en el juego con las expectativas, la dimensión de los personajes que se hace plenamente sólida en la llegada de los problemas y en el acercamiento a nuevos seres. ¡Qué decir de la fotografía! El modo de involucrarnos con lo que les pasa a Walter y a Jesse tiene la tendencia a ubicarnos en los mejores planos de relación; debajo de las ollas transparentes, en los espejos de los autos, desde bicicletas, dentro de todos los objetos que puedan poner en evidencia que algo se hace: un horno, una nevera, una lavadora, en fin, todo un juego de recursos de exploración que nada tiene que ver con la tecnología sino con el deseo de lograr planos distintos. Es como lo que intentaba hacer Orson Wells en Citizen Kane.
Hay que decir que todo lo que se pueda decir en una breve reseña crítica sobre Breaking Bad se queda corto. La experiencia de verla solo puede ser definida a partir de verla y estudiarla. Crece y se va dimensionando su verdadera fuerza temporada tras temporada. Al cierre de la primera temporada las cosas apenas si pintaban decentes, con cierta fuerza en la ejecución actoral y un encanto que nos hacía pensar que la magia estaba por venir. Y así es... Al llegar a las cuarta y quinta temporadas las leyendas se hacen visibles. White, Pinkman, el agente Hank, Skyler, Gustavo Fring, Mike, la aparición de Todd y de la pandilla de su tío, Lidia y lo que hay en su personalidad... ¡Wow! El conjunto es el de una gran novela del siglo veintiuno. Es un deleite haber participado de la fiesta de una televisión impresionante.