Está hecha con un entusiasmo que contagia al espectador, que lo recluta con éxito para su causa, que no es otra que la de reflejar la épica de una hazaña deportiva, la del legendario triunfo del individuo sobre el sistema, o más bien del talento individual sobre el corporativo. La incansable lucha de dos amigos por competir y ganar las míticas 24 horas de Le Mans, con su pasión y su ingenio cómo principales armas contra las numerosas dificultades técnicas que entraña, contra la historia, contra las emboscadas que parte de sus mentores les tienden, contra sus propios demonios. Todo está brillantemente expuesto y mejor ejecutado, con un derroche técnico espectacular, con una sencilla y eficaz fluidez narrativa. Con un planteamiento coral, con muchos personajes bien caracterizados tanto a nivel psicológico como a nivel descriptivo, reflejando con sencillez y con tino sus emociones.

Destaca a todos los niveles la pareja protagonista, unos carismáticos y excepcionales Matt Damon y Cristian Bale. Esa amistad tan genuina y cinematográficamente americana, tan profunda en el fondo como desapegada en las formas, consigue traspasar la pantalla y se erige en el motor que posibilita el triunfo del espíritu, de la pasión por lo que se hace, el triunfo del equipo que esos dos amigos llegan a conformar por encima de sus distintas, incluso antagónicas, personalidades. La película sabe lo que quiere contar y cómo hacerlo. Y lo hace con un aroma a cine clásico que también desprende mucha modernidad. Con un final conciso y emotivo, contenido pero lírico.