Western de William Wyler, quien se movía con soltura en cualquier género, recordado principalmente por la interpretación de Walter Brennan como el juez Roy Bean, figura histórica un tanto pintoresca, mismo tipo al que daría vida Paul Newman en "El juez de la horca", de Huston. Un forastero (Gary Cooper) llega a un poblado dominado por el juez, un hombre caprichoso y despótico; en poco tiempo se verá mezclado en el conflicto que mantienen los ganaderos y colonos de la zona.

El director imprime un ritmo ágil, impregnado de notas de humor (especialmente en la primera parte). Se beneficia de la maravillosa fotografía en blanco y negro de Gregg Toland, compone planos llenos de información, donde no paran de suceder cosas -un revólver que cambia de manos, una cerilla que se quema entre los dedos-, domina las claves del cine del oeste sin renunciar a su sello personal.

Los protagonistas están condenados a enfrentarse, aún cuando se caigan bien, se comprendan y se aprecien. Nada sabemos de los orígenes del personaje de Gary Cooper, que bien podría ser un forajido; lo único que sabemos es que se encuentra cansado de vagar y ya piensa en echar raíces. En cuanto a Roy Bean, se trata de un sujeto extraño, un superviviente, producto de la época y de la tierra, alguien con ideas muy particulares sobre el bien y el mal, un individuo investido de autoridad que no conoce otra ley que la del fuego. Ambos son dos caras de la misma moneda -tras una noche de borrachera despiertan en la misma cama-, pasado y futuro de la nación, a los que las circunstancias arrastran a un duelo que, curiosamente, tiene lugar en un teatro.