Respecto al argumento, se trata de un hombre con el orgullo herido, que trata de volver a poseer lo que cree que le pertenece por decreto. Renegado por todos, llega a la simple y espontánea conclusión de si no puede tener ese algo, lo ha de destruir. Y así tenemos un cierre si bien impactante, no tanto exento de cierta apelación al sensacionalismo (demasiado largo el plano de la madre e hijo llorando en la bañera una vez que el padre ha sido reducido, ¿con qué intención alargó tantos segundos la escena, Sr. Legrand, pues la función meramente narrativa quedaba resuelta empleando la mitad del tiempo?), así como de una posible impresión acerca de que el realizador haya urdido su historia pensando en exceso en conducirla hacia un final tan agresivo, y en el impacto que este pudiera producir en función de los elementos previos, cuidadosamente alineados. Por no hablar del cast, muy oportuno y propenso a cualquier posible desgracia futura (ya en el buen arranque, el primer enfoque al padre hace presagiar lo peor).

Al menos, el nivel de la narración, con sus debidas sorpresas y contrariedades es superior a muchos de los acercamientos al tema del celuloide de dentro de nuestras fronteras, que no se desvían un ápice de una línea establecida planteada y con una caracterización vaga y estereotipada de los personajes, resultando estos igual de creíbles y agradables que los de una sitcom de las malas.