Sinceramente, no tengo que añadir mucho más a la impecable reseña de Motta, que coincide casi punto por punto a lo que, aturdido, bramaba saliendo del cine, con el corazón en un puño y visiblemente perturbado por la emoción.

Porque The Wrestler apela a la más pura, descarnada y desnuda de las emociones, más que al frío análisis objetivo de sus virtudes cinematográficas. Por qué no admitirlo, es una película limitada, tópica e imperfecta. Pero puede estar muy cerca de ser la película limitada, tópica e imperfecta más sobrecogedora que he visto en mi vida.

En esa sencillez y en esa modestia, para mi gusto, reside la indescriptible grandeza de este documento. Ahí debo aplaudir a Aronofsky, que por fin sitúa sus personajes por encima de él mismo y coloca todo el peso de la función en mí. Y yo no actúo. Yo lamo mis llagas, ajusto cuentas, sollozo, deseo, pierdo, recupero y recaigo.

No interpreto.

Sencillamente, soy.

Soy imperfecto, claro. Como debe ser.

Y todo ello con un despliegue físico atroz, con el torso más expresionista que recuerdo delante de una cámara, con unos músculos que parecen esculpidos por Satanás y con el rostro desvencijado, carcomido y fustigado pero con la mayor capacidad de evocación desde Francesco, probablemente.

Me abstendré de entrar en comparaciones con mis grandes logros, porque es absurdo. Simplemente, agradecer al director la profunda sensibilidad y la hipnótica nostalgica y humanidad que ha sabido imprimir a la historia.

Y, por supuesto, gracias a todos vosotros, por creer en mí. Mucha gente cree que estoy acabado. Y puede que antes fuera más guapo. Pero seréis vosotros los que decidiréis cuando debo marcharme.

Para siempre vuestro.

Randy.