Twin Peaks: The Return representa no sólo el agotamiento del genio de David Lynch como cineasta, sino también el testimonio de su desaliento vital.

En el anochecer de su vida, Lynch nos presenta una obra sin trama, sin fondo y sin esperanza. No digo oscura o surrealista, ojo. Inland Empire, su último largometraje, lo era, y mucho, a pesar de lo cual estaba logrado en los mencionados aspectos.

En esta ocasión, sin embargo, el lenguaje y los recursos empleados adolecen de una evidente falta de originalidad, la complejidad del relato casi siempre resulta gratuita, ninguna idea vertebra la obra, y ésta no conduce a insight o, cuando menos, a clímax emocional alguno.

Tampoco consigue Lynch cerrar el círculo de manera consistente, con un conjunto que apenas se eleva sobre la suma de sus dieciocho partes, nuevamente en contraste con Inland Empire (cuyo planteamiento se repite en The Return, con el episodio, en vez de la escena, como unidad básica).

Es, en resumen, como si David hubiera perdido la fe en sus convicciones, y fingiera pasión cuando ya sólo siente desengaño.

Personalmente, preferiría que nunca se hubiese producido una tercera temporada de Twin Peaks, porque comportaba necesariamente la profanación de un mito que ya tenía su colofón en la sobresaliente precuela de la serie original. Por ello, el visionado del fallido trabajo final ha hecho, si cabe, doble la decepción.

Con todo, sólo siento gratitud por las grandes lecciones de cine que, a lo largo de su carrera, nos ha dado el maestro Lynch, a quien deseo un pronto reencuentro consigo mismo.