Detrás de cada escena de esta película, desde el inicio con esa procesión funeraria, hay una intención del director que por mucho que queramos no vamos descubrir como espectadores simples. En mi opinión sólo alguien próximo al equipo de realización de la película (y ni eso tal vez) podría descubrirnos realmente qué hay detrás de la película. Que se diga que aquí hay mucho de Lynch, Pasolini o Buñuel a mí ciertamente me da igual, porque seguramente es así, pero lo que importa es que una persona de clase alta se pasea por el paisaje estonio y que lo que le rodea se vuelve cada vez más extraño y raro.

Evidentemente, el surrealismo está aquí, desde esas primeras escenas, nadie comprenderá qué pasa, por qué vemos lo que vemos, y de repente todo va a depender del buen gusto de las imágenes, de lo que a nosotros nos sugiera, del humor (o no) presente y de que no nos importe entender nada. El proceso de corrupción de la realidad está sujeto a una libertad absoluta y sólo la intuición nos sugerirá que las cosas no son gratuitas, que ahí detrás hay una inteligencia monstruosa que prefiere desordenar la realidad a enseñarla con precisión. Sería una maravilla ver esta película con su manual que nos la explique, pero como eso no es posible lo natural es dejarlo todo en un término medio.

Si yo como espectador fuera capaz de aprehender toda la simbología que despliega sería una obra maestra, o mejor, tendría la herramienta esencial para poderla juzgar. Lo que queda, porque yo no llego a tanto, es para mí una sucesión de imágenes únicas que no puedo valorar del todo. Y algunos diálogos espectaculares: ¿realmente existimos? -se cuestionan unos operarios-. Es un placer haber llegado aquí, atreverme, no indignarme y saber que no soy capaz de explicar lo que una película así supone. Cuestión de valentía, desde luego...