Junto con los familiares perros, los tiburones son la única especie animal a la que los humanos les hemos dedicado un género cinematográfico completo, comenzando con aquella película seminal de 1973, desde entonces hemos tenido tiburones prehistóricos, descomunales, racionales, manipulados, vengativos, voladores, fantasmales, pero todos eso sí, unos psicópatas a la hora de devorar humanos. ¿Qué aporta entonces esta película que en su cartel repite la imaginería de la película que lo inició todo: un tiburón emergiendo de las profundidades para cebarse con las vulnerables piernas de una chica en bikini? Que la persecución se da en un templo maya sumergido (que bien pudo ser babilónico o egipicio), lo cual es un escenario novedoso pero no se explotan todas sus posibilidades y que la pandilla es totalmente femenina (lo que ya se vio en The Descent y no es ya sorpresa en un Hollywood cada vez más ginocéntrico). Película totalmente predecible, con adolescentes estúpidas que toman malas decisiones y se convierten en presa del monstruo en su propio terreno (la esencia de tantas películas slasher y de monstruos), las escenas están telegrafiadas y a los 25 min ya puedes apostar con certeza todo tu fondo de retiro a quien llegará hasta el final. Sin exhibición excesiva de voluptuosas figuras femeninas, a pesar de tomarse demasiado en serio, la película finalmente no cumple otra función que entretener y refrescar en las nuevas generaciones el miedo al oceano y a sus depredadores icónicos. Guarden un poco de palomitas para el final, sin embargo...