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México México · Guadalajara, Jalisco
Críticas de Sergio Espinoza
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Críticas 30
Críticas ordenadas por utilidad
8
23 de marzo de 2013
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo una época en la que un grupo de jóvenes estudiantes de cine norteamericanos tomaron por asalto a la industria y la reconfiguraron a tal grado que hoy día es prácticamente imposible imaginar un universo en el que el cine no fuese un fenómeno comercial de masas. Estos jóvenes, compañeros de aulas además, no son otros que Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Steven Spielberg y George Lucas. Tamaño calibre de nombres. Hubo un día, pues, antes de "E.T."o de "Goodfellas", o de "Star Wars". Inclusive antes de "The Godfather". Un día en el que estos singulares muchachos idearon historias honestas y sencillas, sin la presión que supone la ganancia en taquilla y dieron al mundo un puñado de excelentes cintas. En esta lista cabe, por supuesto, la película de la que hablaré, American Graffiti.

Con la ayuda económica que supuso la ganancia taquillera de "The Godfather" de Coppola (que mantenía una sociedad con Lucas a través de la productora American Zentrope), el genio de Modesto, California, ideó, escribió, produjo y dirigió esta gran historia sobre la adolescencia y sus vicisitudes, basándose en sucesos reales que le sucedieron a él y a un conjunto de amigos de su infancia en su pueblo natal, a principios de la década de 1960. Peinados engominados, vestidos de corte tweed, carreras de vehículos, charlas cotidianas, flirteos sexuales, bailes de graduación y la búsqueda de la identidad, bien que mal desfilan por la pantalla en una noche de verano en una población local del oeste norteamericano.

George Lucas compone un guión coral, en el que el hilo conductor es siempre el personaje de un jovencísimo Richard Dreyfuss, quien se enfrenta al dilema clásico de la adolescencia: volar del nido para crecer o mantener viva la utopía del sedentarismo nostálgico, nudo dramático que, suponemos, fue el que experimentó el propio director al salir en búsqueda de su sueño en la Meca del cine. Con un tono ciertamente ligero pero con transiciones dinámicas y un ritmo coherente, la historia se va desarrollando ante nosotros como un variopinto tapizado de situaciones e hilaridades, que van de las más cursis y ñoñas a las francamente divertidas y desafiantes.

Particularmente, destaca las subtrama de John (el arquetipo que más de diez años antes hiciera famoso James Dean en "Rebel Without a Cause", correctamente interpretado por Paul Le Mat), que despreocupadamente va en su Cadillac por el pueblo, dispuesto a batirse en una carrera mortal con cualquiera que se le cruce enfrente. John encuentra, no obstante, a una núbil y grácil chica que pondrá a prueba sus más palurdos y naturales instintos misóginos. Y, por supuesto, la enigmática carrera que Curt (Dreyfuss) persigue para descubrir a la despampanante rubia que flirtea con él desde un vehículo cercano y que le ocupa prácticamente toda la noche, utilizada como metáfora de manera inteligente por Lucas, para representar con un símbolo sexual la liberación de las ataduras cansinas de nuestro protagonista.

Las demás historias, si bien terminan de tejer el policromático cuadro final, no logran cuajar del todo, en parte por las tenues divergencias en el guión, en parte por la poca calidad histriónica de los secundarios (Ron Howard, como escribió alguien por ahí, es casi tan mal actor como director), pero es indudable que el conjunto total de la obra es firme y logra el cometido de involucrar al espectador en el universo particular de lo que se cuenta.

Ése es, en mi opinión, el mayor mérito de American Graffiti: a través de un impecable trabajo de escritura y de diseño de producción, logra componer un universo narrativo entrañable, un lugar en el que todos quisiéramos haber estado. Ocurre poco en el cine, acaso Fellinni y Coppola lo bordan en "Amarcord" y "The Godfather", que, como espectador, nos vayamos al tintero con una sensación de nostalgia incomprendida, puesto que Modesto (como Amarcord y Corleone) no pertenecen ni de lejos a nuestro imaginario colectivo latino. A eso es a lo que se le llama poder de disuasión cultural. El cine lo tiene. Y George Lucas después lo llevaría a un nivel estratosférico, con su fantástica opereta espacial.
Sergio Espinoza
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10
10 de febrero de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace aproximadamente año y medio, fui testigo directo del proceso de enfermedad y abatimiento que finalmente llevó a su deceso a mi abuela materna. La madre de mi madre sufrió por años de un cuadro delicado de diabetes con dificultades cardiovasculares, por lo que en mi familia, particularmente por parte de dos tías que vivían con ella, se extremaban precauciones en su cuidado médico. Así, pudo vivir plácida y hasta felizmente (no sin uno que otro sobresalto) a lo largo de los últimos lustros. Pero las complicaciones que surgieron de una gripe descuidada, a mediados del 2010, la postraron literalmente en cama a lo largo de cuatro meses, al final de los cuales tuvo que ser hospitalizada dos veces de emergencia, la última de estas ocasiones ya no salió con vida del nosocomio.
A lo largo de estos meses de agonía, pude seguir de cerca la desfavorable evolución de su malestar, o involución de su calidad de vida. A cada día que pasaba, mal que bien, el influjo de Tánatos superaba a Eros en su cuerpo, y atestigué el continuo desgaste de su ritmo vital. Era como observar el triste marchitar de una flor y caer rendido ante la lenta caída de sus pétalos, como el inexpugnable extinguir de una flama. Por supuesto, aún en su estado, mi abuela tuvo destellos maravillosos hacia mi persona en particular, y hay pocas cosas que agradezco tanto en la vida como haber compartido algunas de sus últimas horas. Pero, por encima de todo lo anterior, hubo un hecho particular que me conmovió con una fuerza tan poderosa que aún hoy día me estremezco al recordarlo: el tesón con el que mi abuelo David, su compañero de vida, siguió al paso de su sufrimiento. Una simple imagen de aquellos días me acompaña en la memoria como recordatorio del significado de su relación: el día que transportamos a mi abuela al hospital por segunda ocasión hubo que pasarla de su lecho a la silla de ruedas y de ahí al asiento del coche. Mi abuelo, por su edad, no podía ayudar en tal proceso, pero se mantuvo a mi lado estoico, llorando con una dulzura indescriptible, llorando por su Marina, que se le marchitaba. Ésa es para mi la verdadera y única imagen del amor conyugal.

He recordado y decidido expresar esto a raíz de la serie de emociones que me ha despertado ver la última obra maestra del director austríaco Michael Haneke, Amour. Una cinta desgarradora, potente como pocas, respetuosa hasta el límite del valor del buen cine y congruente consigo misma desde el primer cuadro hasta el último, digna heredera del mejor cine europeo del que uno tenga memoria, desde Ingmar Bergman hasta Kryztoff Kiezlowzsky, pasando por Theo Angelopoulos.

Amour es un viaje difícil, complejo. Es de esas cintas con las que nunca estás cómodo, sientes que la butaca te cala a lo largo del metraje. Esto queda de manifiesto desde la brillante escena inicial. Abre con un fade in, y enseguida vemos a un grupo de espectadores en lo que suponemos es una suerte de teatro, acomodándose en sus lugares. Una voz anuncia la tercera llamada y que el espectáculo está a punto de comenzar. Haneke deja la toma abierta en plano general casi dos minutos. A los espectadores más comodinos y palomiteros esta espera les parecerá eterna, a los verdaderos amantes del cine les fascinará. En los rostros de quienes están frente a nosotros, nos descubrimos a nosotros mismos. Confieso haber pensado: “curioso, somos un grupo de espectadores observando a otro grupo de espectadores” y estoy seguro de no haber sido el único en la sala en pensar esto. Pasado el reconocimiento, comienza la música… y el filme.
La historia es simple: Georges y Anne son una pareja de septuagenarios que viven plácidamente en Paris. De la trama inferimos que ambos se dedicaron alguna vez a la música, pero ahora viven retirados. Todo parece ir normal hasta que un hecho inesperado quebranta la salud de Anne (una secuencia que no tiene desperdicio, por cierto), y luego de sufrir la parálisis de la mitad de su cuerpo, la cinta se entrega por entero a nunca salir de ese asfixiante departamento, donde observamos el peculiar tipo de “Amor” que Haneke quiere mostrarnos: un crudo retrato sobre la vejez y la enfermedad. La ausencia de banda sonora, más allá de dos o tres piezas que la pareja recuerda o eventualmente interpreta al piano, es una cachetada con guante blanco más. Haneke nos aferra a la silla y nos dice: “aquí yo no juego a Hollywood y a sus tecnicismos, bébete esta copa de cine puro”. Y así, a través de un pausado pero inteligente montaje, observamos como la situación de la enferma y su marido los lleva al paroxismo. Mención especial a ambos intérpretes. Enormes.
Me sorprende que en todos los círculos Emmanuela Riva (hasta la Academia del Óscar la ha reconocido con una nominación) haya sido ensalzada por todo lo alto y no se reconozca el impresionante calado interpretativo de Jean-Louis Trintignant (si cabe, su Georges es tan o igualmente tenebroso que aquel papel del juez jubilado de “Rojo” de Kieslowszki).Dos personajes aparecen en la trama como metáforas o guiños: la hija, que representa la racionalidad del mundo exterior frente a los designios de una pasión humana interior, y , curiosamente, la paloma, que creo, funge como un símbolo del viaje que se disponen a hacer ambos ancianos. El final es un auténtico martillazo, un balde de agua fría para las buenas conciencias, un pretexto perfecto para discutir los límites entre lo moral y lo justo. Amor, locura y muerte, los tres temas más grandes de la literatura, según Horacio Quiroga, se subliman y se confirman aquí como los tres temas más importantes del cine. Por todo ello, Haneke y su “Amour” se merecen un sentido gracias, de mi parte. Porque, en la fría expresión de la visión desquiciada de desesperación de Georges veo, finalmente, las lágrimas de mi abuelo aquella tarde de octubre de 2010, veo el amor en persona.
Sergio Espinoza
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8
7 de enero de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
"No me sirven las palabras,
gemir es mejor..."
Así canta Gustavo Cerati en una de las líneas de un deep bass famoso de la emblemática banda de rock argentina Soda Stereo: Canción Animal. En dicha composición, Cerati le canta al deseo sexual y al desenfreno de las bajas pasiones del hombre. Hipnótica, elíptica y contundente, la letra nos remite al reconocimiento propio y al disfrute de los instintos carnales, recordándonos que, "cuando el cuerpo no espera lo que llaman amor..." para eso está el sexo.
He recordado esta canción al ver "Shame" de Steve McQueen, ese novilísimo director británico de ascendencia afroamericana que se ha hecho ya de un nombre en el circuito de festivales por su peculiar estilo de hacer cine. Además de ser casi homónimo (homofonético en este caso) del famoso actor de westerns, McQueen es un provocador. Al igual que Cerati en su Canción Animal, el realizador busca con "Shame", exponer al desnudo la parte más despiadada del sexo, su faceta más oprobiosa, y lo consigue con creces porque, merced a un guión de precisión milimétrica, a una austera pero efectiva puesta en escena y a la imponente actuación de Michael Fassbender (algunos dicen que el próximo Viggo Mortensen, si me apuran un poco, creo incluso que lo superará), nos hará caer en un carrusel de claustrofobia, angustia, opresión, pero también de compasión, piedad y admiración. ¿Cómo no entregarnos a esas maravillosas secuencias de dolor humano? ¿Cómo permanecer impávidos ante semejante honestidad en este retrato de la decadencia? ¿Cómo no sentirnos cómplices de Brandon en su caída en esa espiral caótica de la que sabes que no podrá (podrás) salir íntegro?
Lo interesante de Shame es que nunca cae en el maniqueísmo. No es poca cosa porque este tipo de historias, generalmente narradas por directores con menos nervio, corren el riesgo de caer en la manipulación total de las emociones. Shame se columpia suavemente entre la fría mirada de los planos-secuencia y la intensidad del drama casi teatral. La cámara de McQueen siempre se mantiene en el lugar preciso, no requiere de contraplanos ni de aspavientos ni mucho menos se hace valer de un montaje predeterminado por las pautas habituales del género. Simplemente improvisa y se asienta en el ambiente, recorriendo parsimoniosamente a unos personajes perfectamente dibujados en el guión, complejísimos, absortos entre sus impulsos frenéticos y la corrección de las formas.
Brandon, el gran protagonista, cae en un barril sin fondo. Como aquel mítico borracho empedernido construido magistralmente por Nicolas Cage en "Leaving Las Vegas", se sabe perdido y busca la perdición. Su mismo departamente es una gran alegoría del periplo que atraviesa: ahí, en su interior, se encuentra la enfermedad que lo aqueja. Afuera, en Manhattan, está el mundo que lo atosiga. Y Sissy, su hermana (hermosa Carey Mulligan) está en todos lados, dentro y fuera.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Sergio Espinoza
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9
15 de enero de 2013
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recapitulemos. Ayer, al salir de la sala de cine, no pude romper la extraña mezcla de sensaciones que se formulaba en mi cabeza respecto a "Life of Pi", la última película de ese versátil y agraciado realizador taiwanés, Ang Lee. A primera vista hubo algo que no me terminó de convencer, y creo reconocer qué fue: la primera hora y media de la película me dirigió hacia la fascinación absoluta; a pesar de ciertas inconsistencias del guión y de la larga introducción (habría que haber metido más tijera ahí en la sala de edición) Lee se rueda una cinta de ensueño, ciertamente la mejor que había visto en el año hasta ese instante. Pero de repente, algo sucedió y la película se fue aplanando hasta diluirse en lo que califiqué a priori como una "dulcificación estúpida". Mi intención con este texto es dejar claras mis impresiones reales sobre "Life of Pi". Después de intercambiar puntos de vista con algunos espectadores y reflexionar seriamente sobre el significado de tantos mensajes cifrados en la trama he llegado a la siguiente conclusión.

"Life of Pi" es, sin duda, la cinta definitiva del realismo mágico. Esta sub-corriente narrativa había sido llevada con más pena que gloria a la gran pantalla. Salvo honrosas excepciones, entre las que podemos contar los experimentos simbólicos de Terry Gilliam y Michel Gondry y las exuberancias tétricas de Tim Burton, los experimentos visuales con historias de corte cosmo-fantástico no suponían un ejercicio que resistiera el análisis cinematográfico serio. Ang Lee, junto con su guionista David Magee, han adaptado una novela menor del género (ciertamente algo sucede con las adaptaciones de grandes obras literarias al séptimo arte, todas se van al traste. Para mayor ejemplo no ha nacido quien ose acometer la majestuosa hazaña de contar Cien Años de Soledad, la obra maestra por excelencia del realismo mágico, en 35 milímetros durante 2 horas) de Yann Martel, y han elevado el rango con un serio atrevimiento.

Han dado en el clavo la mayor parte del filme porque Lee posee un talento natural para hacer fluir una historia. La cinta así se divide claramente en dos partes. Durante la primera, vemos a Piscine Patel ya maduro contando a un escritor la historia de sus orígenes y atestiguamos el desarrollo de su infancia y adolescencia en una versión idealizada y un tanto caricaturizada de la India post-independentista: el tono de la paleta fotográfica es maravilloso porque antes que nada "Life of Pi" es una gran fábula, y lo que se nos cuenta no necesariamente tiene que ser visto a través del fondo de botella de la abrumadora miseria de la península índica. Además, se nos invita a creer que el atribulado Pi se encuentra a medio camino de un descubrimiento místico del papel de Dios en la vida de la humanidad, a través de las tres grandes religiones que conviven en la India: hinduismo, islam y cristianismo. Esta parte, si bien es pertinente, por momentos nos lleva al tedio en virtud de su innecesario alargamiento y la poca gracia de las relaciones que teje Pi en su juventud. Acaso la escena con el tigre en los calabozos y el extraordinario manejo del montaje sea lo más rescatable

La segunda parte, que es en sí "la" película, comienza con el naufragio del barco que lleva a Pi y a su familia a Canadá y se extiende a través de los tantos y tantos días que tuvo que sobrevivir éste a bordo de una barca en la compañía de un gran tigre de bengala. Aquí Lee se roba la pantalla con un soberbio ejercicio de narración, en el cual avanzamos a través del océano en una batalla por la supervivencia entre Pi y "Richard Parker", verdadera proeza de la animación digital, un tigre tan real que da escalofríos por momentos y que se convierte en un auténtico co-protagonista del filme. Como cuento fantástico que es (y vaya que se siente durante todo el filme. "Life of Pi" transpira toda la esencia de esos grandes libros de fábulas que nos llegaron de Oriente, desde "Las mil y una noches" hasta los libros sagrados de los Vedas), pronto Lee abre paso a la imaginación y a las proezas de los efectos visuales. Nunca antes había sentido el ordenador tan al servicio de una historia. Con pulcritud y tino se nos muestra la falta de horizontes entre océano y cielo, la majestuosidad de una bóveda estrellada, las maravillas de la luz en ambientes naturales, una esperpéntica e hipnótica isla flotante y lo más importante; las fronteras entre civilización y barbarie, entre raciocinio y locura, entre humanidad y animalidad, muy bien tatuadas en la esencia de la obra y el guión.

El tercer acto de la obra, que es el que, en principio, me había echado a perder la película ayer, visto hoy con más calma, se ha convertido en una especie de llamado a rescatar la importancia de contar historias. Más allá de que la interpretación plana reduzca el horizonte de sucesos final como un desvergonzado llamado a abrazar la religión y la fe, prefiero dar una segunda lectura. Pi, en su desventura océanica, debió inventarse dos, tres, mil historias para sobrevivir. Para trascender la terrible paradoja de la condición humana. Eso era, si mal no recuerdo, el principal tesoro de las fábulas orientales. Ese es el objetivo final de la literatura y el cine. Ese es el principal mensaje de "Life of Pi", una extraordinaria película de un gran artesano como lo es Ang Lee. Anoche me tenía atribulado, hoy le he dado una segunda oportunidad y superó la prueba. Habrá que verla de vuelta y revalorar.
Sergio Espinoza
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7
17 de diciembre de 2013
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
A ratos sólida como las faldas de la gran montaña solitaria en cuyas profundidades duerme el poderoso dragón Smaug, a ratos líquida y diluyente como las aguas del lago Largo sobre el que se erige Esgaroth; El Hobbit: La desolación de Smaug es un bamboleante ejercicio de ficción cargado de adrenalina y de testosterona, con un ritmo narrativo mucho más fluido y un tono más serio que su antecesora, lo cual ya es mucho decir.

Debemos lo anterior, en gran medida, a la habilidad de sus encargados, capitaneados por Peter Jackson, de dotar al filme de nervio y plausibilidad, de continuidad y carácter, características de las que adolecía claramente la anterior entrega y primera de la saga. Ya desde el concreto y rapidísimo prólogo se advierte el reconocimiento de su director de que la farragosidad de la introducción de la primera cinta era a todas luces un error. Para quienes hayan leído la novela y comprendan las diferencias entre el lenguaje literario y el cinematográfico, resultará un alivio que Jackson pase casi de sobrevuelo sobre los capítulos que tienen que ver con el "cambia-pieles" Beorn y la lucha contra arácnidos enemigos en el Bosque Negro, y sobretodo, adorarán el acierto de incorporar una suerte de prolegómeno que desvela la resurrección del gran enemigo que hizo de la trilogía de El Señor de los Anillos una épica solemne.

Resultó también acertado incorporar a los elfos Legolas y Tauriel a una trama que prescinde de ellos en su versión original; ya que es en su presencia donde las secuencias de acción alcanzan grados de éxtasis puro y nos recuerdan visuamente al mejor Jackson. Adicionalmente, en las postrimerías del filme, con la aparición de un fabuloso Smaug dotado de singular estilo y altanería por la voz y el "snap-motion" de Benedict Cumberbatch, la película alcanza grados de tensión comparables a la trilogía original, sin llegar a los clímax tan socorridos por aquella.

No obstante, es preciso anotar que la cinta cae en baches narrativos en distintos momentos de su metraje, y resulta un tanto desconcertante que la compañía de enanos pierda la estelaridad de la acción en una cinta cuyo pretexto argumental es su propósito final: la recuperación del hogar. Me parece también que el cursi triángulo romántico entre Tauriel, Legolas y el enano Fili está metido con calzador, y ni de lejos alcanza la poesía visual que por momentos tenía el trío Aragorn, Arwen y Eowyn de The Lord of the Rings, también sin existir en el texto original, pero en cambio, con mucha mayor sapiencia en su manejo por parte de Jackson.

Hasta aquí lo narrativo. Visualmente, el filme también mejora con respecto a su antecesor. El rollo de 48 cuadros por segundo se encuentra más pulido en esta ocasión, lo que ayuda en demasía a la verosimilitud y a la calidad fotográfica, y la partitura de Howard Shore se aleja del cancionero estilo "Disney" para volverse más sombría, aunque, nuevamente, sin llegar a la calidad de sus composiciones para The Lord of the Rings.

Resumiendo, estamos ante una lección de cine comercial de aventura de gran calado, que deja, y con mucho, mal parada a la cinta primigenia, y que se acerca por instantes a la tensión y a la épica de las películas con las que Jackson deslumbró al planeta a inicios del siglo que comienza; y lo mejor es que parece ser que la tercera entrega tiene todo para cerrar con broche de oro.
Sergio Espinoza
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