The Lovely Bones fue esa poesía que encontré cuando todo a mi alrededor se estaba desmoronando a cámara lenta pero irrevocablemente.
Apareció una tarde en un viejo televisor ajeno, familiar... y entró sin pedir permiso ni sin pretensiones de pedir perdón.
Por aquél entonces yo estaba en huelga de creencias con la muerte, y las bicicletas del principio me engañaron con sus pretensiones.
Eran años mejores de cualquier otro tiempo. Y hojas otoñales, y una Polaroid que amenazaba con recordar como puñales.
Vi reflejados los petos de pana de mi infancia, y lo sentí como una alfombra confiable donde sentarme a contemplar y a respirar otras realidades.
La cabaña sofocante llegó pronto a escena, pero no tardó en convertirse en cielos de acuarelas y tristes melodías.
The Lovely Bones me estaba preparando: los que sufrimos somos aquellos que nos quedamos aquí entre cadáveres de recuerdos. Remando entre preguntas pantanosas que pueden, o no, tener respuesta, porque el karma tiene mil significados (y rara vez es el nuestro).
La aguja en el pajar no tiene siempre un ojal por donde enhebrar un hilo capaz de unir principio y fin y hacer de cada historia un círculo concéntrico y perfecto.
Cada uno en su "mundo" y nadie en el de todos.
Aquella tarde de hace 9 años, me asomé a aquél zulo enterrado buscando respuestas, y, como diría Nietzsche, sólo encontré la oscuridad, haciéndose sobre mí, las mismas preguntas.
Se me hace terrenal hablar sobre la iluminación, la dirección o las actuaciones de un poema que, en aquél entonces tan lejano, me entregó altruistamente y sin concesiones: sus amados huesos.