Esa puerta en el suelo bien podía ser la que da entrada al infierno. A ese infierno, que Sartre diría que son los otros, se accede desde dentro de la vida. Son los recuerdos que muerden llevándose entre los dientes trozos de alma, de sangre blanca. Son los perdones imposibles y los horrores imborrables.
Las vidas rotas, a veces, sólo son la antesala de algo más cálido e indoloro: la muerte.

La adaptación del propio director de la novela de John Irving, es para algunos mejor que el propio original. Tal vez las buenas interpretaciones de Bridges y Kim Bassinger contribuyan a ello: esos rostros cansados por intentar sonreír, esa resignada impotencia, esa rabia inútil, esos brazos caídos, ese millón de preguntas sin respuestas, esos intentos y estímulos que se ahogan en su nacencia, ese huir siempre hacia ninguna parte.
Cuando todas las esperanzas de recuperar tiempos mejores pasan por la obligatoriedad del olvido, muchos humanos tiran la toalla.

El resto, lo que rodea al drama: señora histérica, jardinero sufrido, compradores de fincas.... y hasta partes del amor adolescente, son historias anecdóticas, que en ocasiones hacen cabriolas a orillas del río de la tristeza.