Es, en mi opinión, la obra más personal de Orson Welles, más incluso que “Ciudadano kane”, y sin duda es la más conmovedora. Se nota por su radiante faz que se divirtió como un jovenzuelo recién llegado a la farándula o como un niño con un juguete nuevo, interpretando al pícaro Falstaff... Jamás nadie ha llevado a Shakespeare al cine de modo tan majestuoso, tan proverbial, de un modo tan... personal. Cogiendo retazos de aquí, retazos de allá, nos imbuye en la shakesperiana historia medieval inglesa y por medio de varias de sus dramas y entremeses, de sus versos, se despliega una obra que a pesar de su profundo corte teatral es soberbiamente cinematográfica, rodada con esa fotografía en blanco y negro que también define la obra del cineasta más completo (fue guionista, director, actor, productor y hasta locutor y libretista de radio) en la historia del séptimo arte y natural de Wisconsin, donde se recalcan las escenas con esos planos que se aferran a los rostros, a las muecas, de los actores, redirigidos desde el suelo hacia arriba, cenitales hacia abajo, transversales, frontales, laterales, traseros y hasta infinitos…

Y no voy a dejar escapar la ocasión para considerar que fue un honor que esta película fuese producida en España y que Welles no pasase por nuestro país sólo para ver corridas de toros…