Las historias hechas de retales aparentemente independientes y en último término entrelazados por una caprichosa carambola del destino me suelen resultar sospechosas de efectismo e impregnadas de cierta superchería "new age". Salvo "Amores Perros", indiscutile joya del discutible subgénero.
"360. Juego de destinos", desde su horripilante título español, confirma todas mis sospechas.
Meirelles siempre me ha parecido una especie de testigo de Jehová, dotado, eso sí, con un don, el de la brillantez cinematográfica, que se empeña en contaminar con sus prédicas. Así, dos excelentes películas suyas, "Ciudad de Dios" y "El jardinero fiel", desprenden un tufillo a moralina que les resta buena parte del enorme valor que hubieran tenido de haber estado a los mandos un director menos preocupado por la eficacia de su mensaje. La que nos ocupa carece, además, de la calidad de aquellas. Principalmente porque no hay nada que justifique ninguno de los discontinuos capítulos de que se hace "360". No ya un motivo de peso, siquiera la casualidad. Cosa de la que, es evidente, se van a resentir tanto el argumento como el espectador, quien desde bien pronto es consciente de estar asistiendo a un deslavazado cuadro de costumbres escasamente interesante.
Robada una catarsis final que explique el insulso desfile de tipos, queda una película pálida, sin alma, en la que apenas sucede nada. Tan sólo el encuentro entre la adorable estudiante brasileña y el ex convicto sexual logra generar una leve inquietud, previa sugestión por parte de Anthony Hopkins y sus desventuras de padre coraje. Lo cual, convendrán conmigo, es de todo punto insuficiente.