El diseño tanto de los interiores como del exterior del Nautilus rebosa del encanto de la fantasía decimonónica y las imprescindibles escenas de submarinismo en trajes de buzo están muy logradas. La película recoge algunos de los episodios esenciales de la novela de Verne: las cacerías, los enterramientos y los cultivos submarinos, la visita a las costas de Nueva Guinea y el rechazo a calambrazos de los indígenas, la lucha a hachazos con el pulpo gigante (que en la novela es con toda una colonia de ellos) y algún otro. James Mason resulta muy apto para el papel del tan vidrioso como brillante capitán Nemo, ese “arcángel del odio” que se considera oprimido por una civilización tiránica y demencial y ha decidido romper con ella y crear su propio imperio en lucha contra sus desmanes. También los tres prisioneros-huéspedes, el científico, el criado y el arponero encuentran un correcto acomodo en las figuras de Paul Lukas, Peter Lorre y Kirk Douglas. Lo que deprecia el film es una cierta adulteración de la figura del capitán Nemo, que deja al grandioso personaje de Verne reducido a un simple resentido megalómano, un simple malo de película sin más peculiaridad que la de una inteligencia sobresaliente, similar a cualquier supervillano de Spiderman. Es, sin duda, un hándicap esperable en un producto Disney y que naturalmente corre paralelo a la elevación a auténtico protagonista de la historia del personaje del arponero Kirk Douglas y con él de los arquetípicos valores del hombre de acción americano: simple, intuitivo y básicamente ignorante, pero dotado de un sentido humanitario (y de un acierto en cada empresa, por supuesto) superior al de cualquiera.