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Voto de Jordirozsa:
8
5,1
4.468
Terror. Thriller
Tras un horrible accidente de tráfico, la joven Anna (Christina Ricci), a la que dan por muerta, despierta y se encuentra a Eliot Deacon (Liam Neeson), el director de la funeraria, preparándola para ser enterrada. Confusa y aterrorizada, Anna descubre que Eliot puede comunicarse con los difuntos. Atrapada en la funeraria y condenada a aceptar su propia muerte, intentará escapar de semejante pesadilla con la ayuda de su novio Paul (Justin Long). (FILMAFFINITY) [+]
31 de marzo de 2021
28 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda alguna, buena parte del 8 que le he puesto a esta película se lo lleva Liam Neeson en su papel de enterrador siniestro, y al trabajo de dirección y desarrollo de la trama.
Menos logrados son los personajes de Justin Long (que me recuerda a Keanu Reeves, pero con facciones y presencia bastante más blanda) y de Christina Ricci, que no están a la altura del actor irlandés, tanto en lo físico como en lo artístico.
En la primera escena, nada más empezar, el acto sexual de la joven pareja se intuye fallido o algo frustrado, por la falta de entusiasmo con la que representa en que acaba. Ese aire desmotivado y la insípida conversación mientras Long nos alegra fugazmente la vista con su torso desnudo en la cama y en la ducha, cumple con la función de comunicar la situación de crisis emocional por la que está pasando la relación, y que culmina en la escena del restaurante. Inicialmente, pues, no se les puede reprochar lo insípida que resulta su actuación.
Pero a lo largo de la película, ninguno de los dos consigue el justo equilibrio, y sus respectivas interpretaciones, como un yoyó, van de lo más soso a la sobreactuación forzada (por ejemplo las lágrimas de cocodrilo que Paul suelta en su visita a la casa de la madre de Anna; o las múltiples ocasiones en las que Ricci, raya una histérica exageración). En este vaivén se tambalea su trabajo de actores. Y por ello, en más de un momento no logran convencer demasiado. En cambio, a pesar de efímera, la presencia de Celia Weston (la madre de Anna) en silla de ruedas, es tremendamente efectiva en la caracterización de la turbia e inquietante relación entre los personajes. Gran papel de secundaria es el que lleva a cabo.
Buena fotografía y localizaciones (ricas en contrastes), elocuencia en el juego de planos, y un montaje bien estructurado... Agnieszka Wojtowicz-Vosloo confabula todos los elementos en harmonía con el desarrollo de una trama que se debate entre el lúgubre y tenebroso mundo del excéntrico Eliot Deacon, que asegura poder hablar con los muertos (o no tan muertos) a los que prepara para los funerales; y el mundo de los supuestamente vivos.
Entre todos estos elementos, desentona (valga la redundancia), una mediocre banda sonora de Paul Haslinger, sin trascendencia memorable. Casi nada aporta para acabar de sazonar el producto. La partitura de alguno de los grandes antgiguos compositores (como Miklós Rózsa), o de los que todavía están en activo (como Patrick Doyle o Howard Blake), habría dado el 10 a esta cinta.
De manera gradual, sin giros bruscos, en un continuo “crescendo”, el guión va modulando de la intriga, al asixiante suspense, reservándose para el final lo más terrorífico y angustiante. El ritmo narrativo avanza sobre la base de estos bloques o secciones, y a su compás el espectador se sumerge en la vivnecia de los personajes; experimentando con ellos sus temores y sus delirantes pesadillas.
En la presentación, se encuadra a cada uno de los tres principales en sus respectivas realidades: Paul, ofuscado en su trabajo y su carrera profesional; el siniestro Deacon, en la victoriana mansión que hace de morgue, también obsesivamente dedicado a sus labores, y con la peculiar costumbre de fotografiar a los cadáveres que prepara para los entierros, con una antigua máquina que transporta a un rancio mundo pasado; y Anna, maestra de escuela, que se debate acerca de su futuro con Paul, estará rodeada desde el principio por una serie de señales (la sangre en la ducha, el apagón de las luces del pasillo de la escuela... ¿alucinaciones?), que simbolizan sus miedos, y que auguran (más al espectador que a ella), el destino del que acabará siendo prisionera, en su no manifiesto pero latente, deseo de liberarse de una relación de la que no está convencida..
Menos logrados son los personajes de Justin Long (que me recuerda a Keanu Reeves, pero con facciones y presencia bastante más blanda) y de Christina Ricci, que no están a la altura del actor irlandés, tanto en lo físico como en lo artístico.
En la primera escena, nada más empezar, el acto sexual de la joven pareja se intuye fallido o algo frustrado, por la falta de entusiasmo con la que representa en que acaba. Ese aire desmotivado y la insípida conversación mientras Long nos alegra fugazmente la vista con su torso desnudo en la cama y en la ducha, cumple con la función de comunicar la situación de crisis emocional por la que está pasando la relación, y que culmina en la escena del restaurante. Inicialmente, pues, no se les puede reprochar lo insípida que resulta su actuación.
Pero a lo largo de la película, ninguno de los dos consigue el justo equilibrio, y sus respectivas interpretaciones, como un yoyó, van de lo más soso a la sobreactuación forzada (por ejemplo las lágrimas de cocodrilo que Paul suelta en su visita a la casa de la madre de Anna; o las múltiples ocasiones en las que Ricci, raya una histérica exageración). En este vaivén se tambalea su trabajo de actores. Y por ello, en más de un momento no logran convencer demasiado. En cambio, a pesar de efímera, la presencia de Celia Weston (la madre de Anna) en silla de ruedas, es tremendamente efectiva en la caracterización de la turbia e inquietante relación entre los personajes. Gran papel de secundaria es el que lleva a cabo.
Buena fotografía y localizaciones (ricas en contrastes), elocuencia en el juego de planos, y un montaje bien estructurado... Agnieszka Wojtowicz-Vosloo confabula todos los elementos en harmonía con el desarrollo de una trama que se debate entre el lúgubre y tenebroso mundo del excéntrico Eliot Deacon, que asegura poder hablar con los muertos (o no tan muertos) a los que prepara para los funerales; y el mundo de los supuestamente vivos.
Entre todos estos elementos, desentona (valga la redundancia), una mediocre banda sonora de Paul Haslinger, sin trascendencia memorable. Casi nada aporta para acabar de sazonar el producto. La partitura de alguno de los grandes antgiguos compositores (como Miklós Rózsa), o de los que todavía están en activo (como Patrick Doyle o Howard Blake), habría dado el 10 a esta cinta.
De manera gradual, sin giros bruscos, en un continuo “crescendo”, el guión va modulando de la intriga, al asixiante suspense, reservándose para el final lo más terrorífico y angustiante. El ritmo narrativo avanza sobre la base de estos bloques o secciones, y a su compás el espectador se sumerge en la vivnecia de los personajes; experimentando con ellos sus temores y sus delirantes pesadillas.
En la presentación, se encuadra a cada uno de los tres principales en sus respectivas realidades: Paul, ofuscado en su trabajo y su carrera profesional; el siniestro Deacon, en la victoriana mansión que hace de morgue, también obsesivamente dedicado a sus labores, y con la peculiar costumbre de fotografiar a los cadáveres que prepara para los entierros, con una antigua máquina que transporta a un rancio mundo pasado; y Anna, maestra de escuela, que se debate acerca de su futuro con Paul, estará rodeada desde el principio por una serie de señales (la sangre en la ducha, el apagón de las luces del pasillo de la escuela... ¿alucinaciones?), que simbolizan sus miedos, y que auguran (más al espectador que a ella), el destino del que acabará siendo prisionera, en su no manifiesto pero latente, deseo de liberarse de una relación de la que no está convencida..
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
En el funeral de un antiguo profesor suyo, el primer encuentro con Deacon, pone en marcha el macabro engranaje que nos mantendrá en vilo, a caballo entre el sobrenatural don del enterrador de conversar con sus fallecidos, con la misión de convencerles de que tienen que aceptar el sino de su final, o la posibilidad de que se trate de un perverso psicópata que pretende enterrarles sin que estén realmente muertos.
Con suma habilidad, Agnieszka Wojtowicz-Vosloo nos va dejando pistas, todas ellas aparentemente plausibles, durante el resto de la película, en uno y otro sentido, quedando con maestría abiertas ambas opciones.
Deacon empieza su trabajo en una inquietante secuencia de primeros planos. Ana abre los ojos; está siendo consciente... . Ante la incredulidad y desconcierto de lo que le está sucediendo, Deacon le muestra el certificado de defunción, como prueba de sus argumentos. Y a medida que la muchacha se va resistiendo a aquella situación (real o ficticia, delirio, sueño o aterradora certeza... ), crece con ímpetu el ansia del espectador ante la terrorífica opción de que le estén jugando una muy mala pasada. Habrá, por supuesto, quién verá la versión más onírica, sobre la paranormal habilidad de Deacon, o la de un chalado que se cree con este poder, y lo cuenta desde su enfermiza óptica.
Pero a pesar de la contínua ambigüedad de los elementos de "planting", lo que delata claramente por donde van los tiros es el fugaz plano en el que se ve la furgoneta blanca de Deacon, corriendo tras el coche de Anna, cuando ésta sale a la carrera del restaurante. Con esto queda todo dicho.
Anna sucumbe; decide rendirse, creer que está muerta, prefiere dejarse convencer por los argumentos de Deacon, que con ellos parece más hábil que con los pinceles de rimmel con los que maquilla los cuerpos.
A punto para el funeral, se da cuenta del engaño al ver su vaho en el espejito que le pone delante Deacon para que vea lo “guapa” que la ha dejado: demasiado tarde. el ataúd se cierra, y después de la ceremonia, es sepultada.
En casa de la presunta traspasada, Paul, decide salir al rescate de su amada, enfrentándose a Deacon, quien le avisa de su visible ebriedad (¿una advertencia o una provocación?). En el coche, de repente, le deslumbran los faros de un camión que le viene de frente. Sale del coche, ve pasar de largo una ambulancia... está desorientado, pero corre a la tumba de Anna, y empieza a excavar con sus propias manos para sacarla de ahí. La prende en sus brazos, grita llorando, pidiéndole que vuelva en sí.... también demasiado tarde: despierta paralizado y gritando “¡No estoy muerto, no estoy muerto... !” en la mesa de operaciones de Deacon, quien después de haberse toreado a todos, lo ensarta como una aceituna, rematando así la faena. Bajo la mirada del chaval al que Paul había recurrido para que explicase lo que había visto, y al que Deacon también parece haber seducido.
De hecho, bajo la superfície del juego narrativo que pretende sembrar la duda en el espectador, hay algo más aterrador, más cruel y esperpéntico: el discurso de Deacon, con el que se erige como juez de las personas. Con el que justifica que muertos están mejor que en sus “patéticas vidas”. Palabras que parecen convencer al niño, Palabras con las que, logra causar tal indefensión en Anna, que a ésta le llega a dar más pánico la vida misma, que el féretro donde será encerrada para siempre.
No menos inquietante y sombría es la figura del chico, que junto a los planos que encuadran las sinestras figuras de las lápidas del cementerio por donde merodea mientras ahí está faenando el enterrador, se antoja como un guiño a “La Profecía”.
Notable cinta en la que podríamos ver claramente una alegoría a como, en general, con qué facilidad las personas somos capaces de renunciar por miedo a nuestra propia libertad, para quedarnos en una zona de comfort impuesta, que nos condena a vivir muertos. Sin ser conscientes de que, mucho mejor que esto, es morir vivos.
Con suma habilidad, Agnieszka Wojtowicz-Vosloo nos va dejando pistas, todas ellas aparentemente plausibles, durante el resto de la película, en uno y otro sentido, quedando con maestría abiertas ambas opciones.
Deacon empieza su trabajo en una inquietante secuencia de primeros planos. Ana abre los ojos; está siendo consciente... . Ante la incredulidad y desconcierto de lo que le está sucediendo, Deacon le muestra el certificado de defunción, como prueba de sus argumentos. Y a medida que la muchacha se va resistiendo a aquella situación (real o ficticia, delirio, sueño o aterradora certeza... ), crece con ímpetu el ansia del espectador ante la terrorífica opción de que le estén jugando una muy mala pasada. Habrá, por supuesto, quién verá la versión más onírica, sobre la paranormal habilidad de Deacon, o la de un chalado que se cree con este poder, y lo cuenta desde su enfermiza óptica.
Pero a pesar de la contínua ambigüedad de los elementos de "planting", lo que delata claramente por donde van los tiros es el fugaz plano en el que se ve la furgoneta blanca de Deacon, corriendo tras el coche de Anna, cuando ésta sale a la carrera del restaurante. Con esto queda todo dicho.
Anna sucumbe; decide rendirse, creer que está muerta, prefiere dejarse convencer por los argumentos de Deacon, que con ellos parece más hábil que con los pinceles de rimmel con los que maquilla los cuerpos.
A punto para el funeral, se da cuenta del engaño al ver su vaho en el espejito que le pone delante Deacon para que vea lo “guapa” que la ha dejado: demasiado tarde. el ataúd se cierra, y después de la ceremonia, es sepultada.
En casa de la presunta traspasada, Paul, decide salir al rescate de su amada, enfrentándose a Deacon, quien le avisa de su visible ebriedad (¿una advertencia o una provocación?). En el coche, de repente, le deslumbran los faros de un camión que le viene de frente. Sale del coche, ve pasar de largo una ambulancia... está desorientado, pero corre a la tumba de Anna, y empieza a excavar con sus propias manos para sacarla de ahí. La prende en sus brazos, grita llorando, pidiéndole que vuelva en sí.... también demasiado tarde: despierta paralizado y gritando “¡No estoy muerto, no estoy muerto... !” en la mesa de operaciones de Deacon, quien después de haberse toreado a todos, lo ensarta como una aceituna, rematando así la faena. Bajo la mirada del chaval al que Paul había recurrido para que explicase lo que había visto, y al que Deacon también parece haber seducido.
De hecho, bajo la superfície del juego narrativo que pretende sembrar la duda en el espectador, hay algo más aterrador, más cruel y esperpéntico: el discurso de Deacon, con el que se erige como juez de las personas. Con el que justifica que muertos están mejor que en sus “patéticas vidas”. Palabras que parecen convencer al niño, Palabras con las que, logra causar tal indefensión en Anna, que a ésta le llega a dar más pánico la vida misma, que el féretro donde será encerrada para siempre.
No menos inquietante y sombría es la figura del chico, que junto a los planos que encuadran las sinestras figuras de las lápidas del cementerio por donde merodea mientras ahí está faenando el enterrador, se antoja como un guiño a “La Profecía”.
Notable cinta en la que podríamos ver claramente una alegoría a como, en general, con qué facilidad las personas somos capaces de renunciar por miedo a nuestra propia libertad, para quedarnos en una zona de comfort impuesta, que nos condena a vivir muertos. Sin ser conscientes de que, mucho mejor que esto, es morir vivos.