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Voto de Jordirozsa:
7
4,6
4.028
Intriga. Fantástico
Cinco chicas problemáticas se ven obligadas a acogerse a un programa experimental de enseñanza, impartido por la enigmática Madame Duret (Uma Thurman) en el internado Blackwood. Pronto empiezan a mostrar talentos singulares que no sabían que poseían, y a tener extraños sueños, visiones y lagunas de memoria. Cuando la frontera entre realidad y sueño comienza a hacerse demasiado difusa, todas comprenden al fin el motivo por el que han ... [+]
20 de octubre de 2022
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La hora y media larga de rollo para proyección en salas, venta y distribución de «Down a Dark Hall» (2018), o «Blackwood», sea cual fuere el título que se prefiera para bautizar esta pieza de Rodrigo Cortés, tuvo que esperar desde diciembre de 2016, cuando se terminó el rodaje, en una estantería, hasta que «Lionsgate» se decidiera a lanzar la película en España e Italia en verano de 2018, y casi al mismo tiempo la «Summit Entertaintment» en los USA, en modo VOD («video-on-demand), (en octubre del mimo año sería distribuida la edición en Blu-Ray y DCD por la «Lionsgate Home Entertaintment»). Más de dos millones y medio de dólares se consiguieron de recaudación, para una producción hispano-norteamericana que contó con una inversión de cuatro millones. Con lo que la cosa, por el momento, se ha quedado lejos de obtener pingües beneficios del producto.
Basada en la homónima novela de Lois Duncan (1934–2016), de 1974, cuarenta años después de ver esta obra la luz, fue adquirida por la ya antes mencionada mega distribuidora, para ser versionada para el audiovisual. Cortés fue elegido para pilotar el barco, cuyos constructores Mike Goldbach y Chris Sparling, autores del libreto, dejaron no pocos agujeros en el casco de la nave y un diseño poco aerodinámico y funcional de la misma. El director español tuvo que aprovisionarse de un buen equipo de calafateadores para mantenerla a flote, y de expertos remeros para hacerla navegar, no sin cierta pena, en una travesía que se puede hacer larga para los espectadores amantes de experiencias terroríficas «hardcore», incluyendo en ello sustos, hemoglobina y varios chillidos de pubescentes «slasheados».
Aunque presuntamente el «público diana» fuesen literalmente «jóvenes adultos» (no recomendada para menores de 16 años en nuestro país), es una historia perfecta para que ya la empiecen a ver chavales y chavalas más jóvenes, y tampoco es nada despreciable para los que ya tenemos alguna que otra granada. De hecho, si en «International Movie Database» nos fijamos en los «rankeos» por edades, son las personas de 30 tacos para arriba los que más votaciones emiten, y las mujeres de más de 45 las que mejor puntuación le dan, dentro del relativo descalabro que recibió la película entre críticas de profesionales, y comentarios u opiniones de aficionados.
Los tópicos de la adolescencia, y sus expresiones artísticas (en este caso la cinematográfica), no deben percibirse, pues, sólo para los propios adolescentes. Los de más edad, por consiguiente, también podemos llegar a vivir el argumento de la historia que se nos cuenta con harta identificación, ya sea por ser padres y/o profesionales que trabajan con «teens», o por el simple hecho de evocar una etapa de la vida repleta, tanto de los más nobles o elevados acicates del futuro, como de las más dolorosas pesadillas. Los vericuetos de esta parte del desarrollo humano, el epicentro de la temática que Cortés encarna en las cinco chicas jóvenes que, por sus conductas manifiestamente desadaptativas ante las exigencias de un mundo y un sistema que suele pasar olímpicamente de las aspiraciones, preocupaciones y miedos de quienes se hallan entre la infancia y la adultez, se ven «institucionalizadas» en un centro educativo (supuestamente de élite), para enderezar lo que se considera son sus descarriadas existencias.
Las manos de orfebre de Cortés nos invitan a, con él, contemplar, fundir, moldear, raspar y pulir una pieza que, de entrada, rechaza de plano el molde mercantil del cuchillazo, la menudería y los sobresaltos (alguno pone para que no digan los «adrenalinómanos»), para optar por un estilo más descriptivo y lo que llamaríamos «preciosístico», dentro del gótico que nos retrotrae a las versiones cinematográficas de los sets de Edgar Allan Poe. Tampoco cae en las ñoñerías caprichosas y estúpidas de producciones del estilo de la saga «Crepúsculo» (2008-2012), que puso de moda entre los imberbes (y las imberbas) la moda de ir con el rostro emblanquecido, y vestidos(as) y pintarrajeados todo de negro (¡por Dios, qué mal gusto!).
Cortés, con buen arte y oficio, echa mano del terror sólo como barniz envolvente de un valor que trabaja en este film, que es el de la complicada y difícil gestión de la primavera fisiológica, psíquica y espiritual de las personas. Tanto de sí mismas, como de quienes las acompañan en el proceso.
Jarin Blaschke, director de fotografía, cuida un trabajo en el que destaca su gran acierto en las texturas y las desaturadas tonalidades de las imágenes, consiguiendo gran eficacia en los juegos de luces y sombras; de hecho, si la película hubiese sido rodada en blanco y negro, bien se podría haber reflejado, en este aspecto, en clásicas piezas de horror de precedentes décadas. Por otro lado, los encuadres en el interior de la siniestra mansión, (el gran Hall de entrada; el ronco pasillo con débiles y titilantes luces; alguna habitación de las chicas; el salón donde Kit recibe sus clases de piano; el comedor; los recónditos, secretos y prohibidos recovecos de la casa…), a medida que van desfilando por la línea de las sucesivas escenas, no nos permiten demasiado hacernos una idea de conjunto del «mapa visual» del caserón. Esta falta de continuidad, sumada a que la cosa se pasa de oscuro en algunas secuencias, en las que nos harían falta correctores oculares de visión nocturna (entonces peor, porque se vería todo de color verde), provoca cierta incómoda sensación en el espectador, tanto en lo que se refiere a ubicación, como incluso a seguimiento del relato.
Sin embargo, ello no quita efectividad a un «set» primorosamente confeccionado, al detalle, en el que planos como el de la puerta que marca la linde hacia lo insondable, lo numénico que se revelará en la conclusión, cuya llave se reserva Cortés para el tercer acto, es digno de referentes de culto como «Secret Beyond the Door» (1947), de Fritz Lang, en el efecto de crear misterio en la tenue pero bien sostenida atmósfera.
Basada en la homónima novela de Lois Duncan (1934–2016), de 1974, cuarenta años después de ver esta obra la luz, fue adquirida por la ya antes mencionada mega distribuidora, para ser versionada para el audiovisual. Cortés fue elegido para pilotar el barco, cuyos constructores Mike Goldbach y Chris Sparling, autores del libreto, dejaron no pocos agujeros en el casco de la nave y un diseño poco aerodinámico y funcional de la misma. El director español tuvo que aprovisionarse de un buen equipo de calafateadores para mantenerla a flote, y de expertos remeros para hacerla navegar, no sin cierta pena, en una travesía que se puede hacer larga para los espectadores amantes de experiencias terroríficas «hardcore», incluyendo en ello sustos, hemoglobina y varios chillidos de pubescentes «slasheados».
Aunque presuntamente el «público diana» fuesen literalmente «jóvenes adultos» (no recomendada para menores de 16 años en nuestro país), es una historia perfecta para que ya la empiecen a ver chavales y chavalas más jóvenes, y tampoco es nada despreciable para los que ya tenemos alguna que otra granada. De hecho, si en «International Movie Database» nos fijamos en los «rankeos» por edades, son las personas de 30 tacos para arriba los que más votaciones emiten, y las mujeres de más de 45 las que mejor puntuación le dan, dentro del relativo descalabro que recibió la película entre críticas de profesionales, y comentarios u opiniones de aficionados.
Los tópicos de la adolescencia, y sus expresiones artísticas (en este caso la cinematográfica), no deben percibirse, pues, sólo para los propios adolescentes. Los de más edad, por consiguiente, también podemos llegar a vivir el argumento de la historia que se nos cuenta con harta identificación, ya sea por ser padres y/o profesionales que trabajan con «teens», o por el simple hecho de evocar una etapa de la vida repleta, tanto de los más nobles o elevados acicates del futuro, como de las más dolorosas pesadillas. Los vericuetos de esta parte del desarrollo humano, el epicentro de la temática que Cortés encarna en las cinco chicas jóvenes que, por sus conductas manifiestamente desadaptativas ante las exigencias de un mundo y un sistema que suele pasar olímpicamente de las aspiraciones, preocupaciones y miedos de quienes se hallan entre la infancia y la adultez, se ven «institucionalizadas» en un centro educativo (supuestamente de élite), para enderezar lo que se considera son sus descarriadas existencias.
Las manos de orfebre de Cortés nos invitan a, con él, contemplar, fundir, moldear, raspar y pulir una pieza que, de entrada, rechaza de plano el molde mercantil del cuchillazo, la menudería y los sobresaltos (alguno pone para que no digan los «adrenalinómanos»), para optar por un estilo más descriptivo y lo que llamaríamos «preciosístico», dentro del gótico que nos retrotrae a las versiones cinematográficas de los sets de Edgar Allan Poe. Tampoco cae en las ñoñerías caprichosas y estúpidas de producciones del estilo de la saga «Crepúsculo» (2008-2012), que puso de moda entre los imberbes (y las imberbas) la moda de ir con el rostro emblanquecido, y vestidos(as) y pintarrajeados todo de negro (¡por Dios, qué mal gusto!).
Cortés, con buen arte y oficio, echa mano del terror sólo como barniz envolvente de un valor que trabaja en este film, que es el de la complicada y difícil gestión de la primavera fisiológica, psíquica y espiritual de las personas. Tanto de sí mismas, como de quienes las acompañan en el proceso.
Jarin Blaschke, director de fotografía, cuida un trabajo en el que destaca su gran acierto en las texturas y las desaturadas tonalidades de las imágenes, consiguiendo gran eficacia en los juegos de luces y sombras; de hecho, si la película hubiese sido rodada en blanco y negro, bien se podría haber reflejado, en este aspecto, en clásicas piezas de horror de precedentes décadas. Por otro lado, los encuadres en el interior de la siniestra mansión, (el gran Hall de entrada; el ronco pasillo con débiles y titilantes luces; alguna habitación de las chicas; el salón donde Kit recibe sus clases de piano; el comedor; los recónditos, secretos y prohibidos recovecos de la casa…), a medida que van desfilando por la línea de las sucesivas escenas, no nos permiten demasiado hacernos una idea de conjunto del «mapa visual» del caserón. Esta falta de continuidad, sumada a que la cosa se pasa de oscuro en algunas secuencias, en las que nos harían falta correctores oculares de visión nocturna (entonces peor, porque se vería todo de color verde), provoca cierta incómoda sensación en el espectador, tanto en lo que se refiere a ubicación, como incluso a seguimiento del relato.
Sin embargo, ello no quita efectividad a un «set» primorosamente confeccionado, al detalle, en el que planos como el de la puerta que marca la linde hacia lo insondable, lo numénico que se revelará en la conclusión, cuya llave se reserva Cortés para el tercer acto, es digno de referentes de culto como «Secret Beyond the Door» (1947), de Fritz Lang, en el efecto de crear misterio en la tenue pero bien sostenida atmósfera.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
La banda sonora de Victor Reyes, quién ya demostró estar en buena sintonía con Cortés en prácticamente la totalidad de la filmografía del cineasta, no sólo cumple en contribuir a la unidad y coherencia narrativa de la película, sino que también hace reflotar en primer plano los aspectos más románticos de este drama fantástico. Coloreando el repertorio de emociones que suscitará en nosotros el desarrollo de la trama. Este «status quo» de evidente cooperación entre director y compositor, indispensable para que funcione la partitura de una cinta, con el plus de conocimientos en dicho arte por parte de Cortés en este caso (un símil de Amenábar, que llegó a componer él mismo algunas de sus bandas sonoras), me recuerda a lo que el gran Miklós Rózsa creó en el pentagrama en 1976 para «Providence», de Alain Resnais, y que le valió un premio César a la mejor música. Los temas de Reyes se acoplan a la prolijidad descriptiva de la cinta.
Anna Sophia Robb, protagonista que encarna al personaje de la inadaptada Kit Gordy, defiende decentemente su papel, sin poder esconder que le falta el tiempo en barrica que tiene su antagonista, la Thurman (Madame Duret), quien a pesar del aluvión de malas críticas que se ha podido llevar por su «atrezzo» y el «acento» francés del que hace gala (yo, la verdad, mirando la película en versión voz y subtítulos en inglés, ni le presté atención), sigue invadiendo con su presencia, y marcando pantalla con ese aire «masculinoide» que exhibe en la saga «Kill Bill», y que asomaba ya impertinente en sus primeros papeles, más moza («Robin Hood: Prince of Thieves», 1991; «Les Miserables», 1998). Ambas sostienen su duelo con dignidad ante la cámara, y los personajes de sus respectivos «equipos de apoyo» (en el caso de Kit, sus compañeras, Izzy, Veronica, Ashley y Sierra; y en el de Duret, el Profesor Farley, Heather Sinclair, Jules, profesor de piano e hijo de la Madame, y la temible cuidadora, perro de presa de la casa, Mrs.Olonsky), en general están poco elaborados: ya no se trata tanto de que no se nos explique nada de sus respectivos pasados u otros condicionantes extra argumentales, sino que durante la «estirada» primera sección del guion, en la que habría dado tiempo para explicar más de ellos, se limita a darnos un retrato demasiado superficial de los mismos. Exceptuando un poco el papel que desarrollan tanto Victoria Moroles (la eterna inadaptada Verónica), y el hermoso Noah Silver en su tan misterioso y atormentado, como enigmático ser, que en sus lecciones musicales a Kit, acaba tejiendo con ella un vínculo amoroso que no acaba de fraguar, pero que sirve para que el chico consiga su «redención» en la resolución de la intriga.
Noah Silver está mal aprovechado. Podemos vislumbrar en él una lucidez que, ya desde el momento en el que manifiesta sentir algo por la protagonista, justifica su acto final, y cumple su función en un alocado fin, digno de “The Fall of the House of Usher” (1960), de Roger Corman, y otras tantas clásicas en las que la destrucción por fuego de la «guarida del mal» anuncia la bajada del telón.
Quienes hayan visto defraudadas sus expectativas con el filme de Cortés, a parte que es verdad que el «script» muestra lagunas, exceso de languidez en su avance, y su término sea atropellado y lioso, deben tener en cuenta que el cineasta español usa tan solo un cliché de terror como simple fina capa de laca para el acabado de una historia que viene a ser una reivindicación para la juventud adolescente: a la que tenemos literalmente aparcada en sus limbos y fantasías, y los dejamos a merced de un sistema que les pretende dejar huecos, vacíos, como lo que son la mayoría de personajes de «Blackwood», para rellenales de proyectos frustrados, con la excusa de que «no se pierda» el conocimiento «de siempre», el de los «grandes genios», alienánmdolos de su propio ser. Kit lucha por seguir siendo ella misma, y apoyada por el sacrificio de personas que le quieren genuinamente, lo consigue.
Anna Sophia Robb, protagonista que encarna al personaje de la inadaptada Kit Gordy, defiende decentemente su papel, sin poder esconder que le falta el tiempo en barrica que tiene su antagonista, la Thurman (Madame Duret), quien a pesar del aluvión de malas críticas que se ha podido llevar por su «atrezzo» y el «acento» francés del que hace gala (yo, la verdad, mirando la película en versión voz y subtítulos en inglés, ni le presté atención), sigue invadiendo con su presencia, y marcando pantalla con ese aire «masculinoide» que exhibe en la saga «Kill Bill», y que asomaba ya impertinente en sus primeros papeles, más moza («Robin Hood: Prince of Thieves», 1991; «Les Miserables», 1998). Ambas sostienen su duelo con dignidad ante la cámara, y los personajes de sus respectivos «equipos de apoyo» (en el caso de Kit, sus compañeras, Izzy, Veronica, Ashley y Sierra; y en el de Duret, el Profesor Farley, Heather Sinclair, Jules, profesor de piano e hijo de la Madame, y la temible cuidadora, perro de presa de la casa, Mrs.Olonsky), en general están poco elaborados: ya no se trata tanto de que no se nos explique nada de sus respectivos pasados u otros condicionantes extra argumentales, sino que durante la «estirada» primera sección del guion, en la que habría dado tiempo para explicar más de ellos, se limita a darnos un retrato demasiado superficial de los mismos. Exceptuando un poco el papel que desarrollan tanto Victoria Moroles (la eterna inadaptada Verónica), y el hermoso Noah Silver en su tan misterioso y atormentado, como enigmático ser, que en sus lecciones musicales a Kit, acaba tejiendo con ella un vínculo amoroso que no acaba de fraguar, pero que sirve para que el chico consiga su «redención» en la resolución de la intriga.
Noah Silver está mal aprovechado. Podemos vislumbrar en él una lucidez que, ya desde el momento en el que manifiesta sentir algo por la protagonista, justifica su acto final, y cumple su función en un alocado fin, digno de “The Fall of the House of Usher” (1960), de Roger Corman, y otras tantas clásicas en las que la destrucción por fuego de la «guarida del mal» anuncia la bajada del telón.
Quienes hayan visto defraudadas sus expectativas con el filme de Cortés, a parte que es verdad que el «script» muestra lagunas, exceso de languidez en su avance, y su término sea atropellado y lioso, deben tener en cuenta que el cineasta español usa tan solo un cliché de terror como simple fina capa de laca para el acabado de una historia que viene a ser una reivindicación para la juventud adolescente: a la que tenemos literalmente aparcada en sus limbos y fantasías, y los dejamos a merced de un sistema que les pretende dejar huecos, vacíos, como lo que son la mayoría de personajes de «Blackwood», para rellenales de proyectos frustrados, con la excusa de que «no se pierda» el conocimiento «de siempre», el de los «grandes genios», alienánmdolos de su propio ser. Kit lucha por seguir siendo ella misma, y apoyada por el sacrificio de personas que le quieren genuinamente, lo consigue.