Con una distancia temporal de más de cuarenta años, ver esta película resulta una placentera forma de acercarse a aquellos años setenta. El actor ruso-suizo-norteamericano Yul Brynner se ve en su mejor momento interpretando aquí a un robot que comienza a tomar conciencia de su maldad en el parque de Delos Westworld. Richard Benjamin, con su mostacho, y James Brolin, con sus patillas espesas, aparecen en escena como la pareja de amigos que desea ir a desquiciarse en aquel lugar en el que "nada puede salir mal". Pero desde el arribo, el mundo se va poniendo de revés.
Delos plantea aquí tres grandes diversiones: el mundo de la antigüedad romana, la Edad Media y, por último, Westworld. Los personajes, a su gusto, escogen en que lugar quieren pasar la aventura, y aunque los protagonistas se van por el camino del viejo oeste, lo cierto es que el filme logra tentar con las escenas en las que otros turistas se divierten en aquellos otros dos mundos del pasado.
Mucho más placentero es contrastar cómo imaginaban el futurístico parque a principios de los setenta, cuando se hizo la producción de esta adaptación de la novela del fallecido Michael Crichton. Los computadores son unas súper consolas, las pantallas tienen muchas deficiencias en la calidad de las imágenes que transmiten, y los laboratorios son tecnológícamente rudimentarios. Ese es el problema con buena parte de los filmes de ciencia ficción de entonces y de mucho antes: las imágenes quedan muy a gatas para remediar lo que ha sido en realidad el futuro que querían describir y, por supuesto, eso también nos hace pensar que toda obra de ciencia ficción es muy buena en su presente, pero pasado el tiempo envejece y se encorva.