Preciosista hasta el extremo (la decoración, el vestuario, la fotografía y la música son de primera), su principal originalidad y uno de sus grandes méritos es que, siendo una película sobre los sentimientos, los expone a base de ocultarlos ante los personajes, no ante el espectador. Se sugiere más por lo que aquellos callan que por lo que realmente dicen. Ahí reside parte de la magia del cine y, en concreto, de esta exquisita película, una de las grandes de los años noventa. Y, siendo en esencia un drama sentimental, no deja de ser, al mismo tiempo, auténtico cine de denuncia de los convencionalismos sociales que llegan a ahogar los sentimientos.

En nuestro mayordomo protagonista, el sr. Stevens, el “deber” y el “hacer” están por encima del “ser”; es una criatura servil, en la que la imagen que tiene que dar bloquea cualquier intento de expresar lo que siente, de actuar espontáneamente, de ser libre, en definitiva de ser feliz. La hermosa tristeza que se impregna de las imágenes de esta gran película no sólo se nos comunica por las situaciones; la música, abundante y variada, nos envuelve en su melancolía; pero la interpretación de dos británicos como Anthony Hopkins, el mayordomo, y Emma Thompson, el ama de llaves, es sencillamente impresionante. Una película muy bella; para contemplarla sin prisas y saborear cada detalle, cada sugerencia, cada palabra, cada silencio, cada mirada, cada sentimiento.

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