'El sexto sentido' siempre me ha provocado un radical rechazo. No compartí, ni siquiera cuando la vi de crío, en su estreno, el proverbial entusiasmo popular por su celebérrimo final. Ataqué siempre su efectismo, su puerilidad y su limitada premisa, por varias razones.

Una, no considerar el engaño equivalente al ingenio. Un engaño deliberado, urdido mediante la triquiñuela y el despiste, es muy diferente a la creación del misterio, que busca la incertidumbre incómoda.

Dos, el ya patrimonial comodín del 'susto'. Un recurso así roza lo criminal, por más generalizado que esté.

Tres, la caducidad de su propuesta. Una vez desentrañada su intriga, a la que la película se consagra con confianza casi cobarde, ¿qué interés puede tener una revisión?

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Ayer, después de muchos años, revisé 'El sexto sentido' buscando algo que la justificase más allá de su ya nula sorpresa. Su certeza incluso me haría buscar con mayor avidez aquellos momentos en que se intuye que algo raro pasa con Bruce Willis. Mi expectativa, así pues, era baja.

Descubrí, en ella, elementos que no recordaba, o que no valoré; de mucho más empaque que su final.

Por momentos, me conmovió el drama familiar, encarnado en una madre sufridora e incapaz.

Me compadecí por la angustia del niño, abocado a vivir en un mundo con rastros de aquel otro.

Me apenó el vagar elegíaco e impreciso de un hombre arrepentido que perdió a su amada sin que ella quisiera perderle a él.

'El sexto sentido' se hace más fuerte en su atmósfera de lamento y pérdida que en sus vulgares arrebatos de truculencia y en su secreto mal guardado. De otra forma: creo que como película de terror es tibia, como acertijo es burdo y que como drama de fantasmas es donde reside su razón de ser.

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Ridley Scott, en una reciente entrevista, afirmó que Deckard, el protagonista de su 'Blade runner' era sin duda un replicante. Siendo él el creador del film, quizás así haya de ser. No obstante, en la película ni se dice ni se oculta. La imaginación de los espectadores rellena este hueco; la duda lleva la película al mito personal, a la especulación infinita.

Shyamalan, en 'El sexto sentido', acude a la explicación torpe, reveladora, melodramática, de lo que, sabiamente, se había dejado intuir y, a mi modo de ver, no era necesario desentrañar: la naturaleza de su héroe.

Al final, la película escora a la sensibilidad ñoña de 'Ghost: más allá del amor', para conmover de manera sencilla. Las masas quieren atarlo todo, sin margen a equívocos; bien lo supo Hitchcock en 'Psicosis'.

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Es 'El sexto sentido', pues, la pesadilla despierta de un niño. La muerte que, como en el poema de Machado, corta los finos hilos entre las personas. Y, como obra cinematográfica, no tiene problema en ser comparsa de todo aquello que, al final, exige matar la magia.

Gracias.