No es por hacerme la graciosa, pero esta película sobre curas te devuelve la fe en el buen cine. En las historias que cuentan verdades y realidades, te guste oírlas o no. Ahí están. Y no están referidas a un pequeño pueblo de Irlanda, ni a la iglesia católica, ni a la sociedad moderna, son universales y profundas. La violencia, la injusticia, la impunidad, la soledad, el vacío existencial, la incoherencia, la brutalidad... Todo muy trascendente, contado en diferentes escenarios y niveles de desesperación o hastío, pero desde la barra del bar, al confesionario, a la intimidad de las casas hay un mundo de personajes perdidos y sufrientes. Y, sin embargo, excepto la tragedia del niño que ha sufrido abusos por los curas pederastas, todos los demás parecen los habitantes de un pueblo cualquiera, tan tranquilo como cualquiera, pero en lucha cada uno contra los instintos propios y ajenos. Y perdiendo muchas veces...

Me gustaría decir algo de las interpretaciones, de la música o del paisaje pero no puedo. No me pareció que nadie estuviera interpretando un papel ahí. Se respiraba sinceridad y autenticidad. Todo lo que podía pasar, pasó, como si el guión lo escribiera la vida, la suerte, las circunstancias, la verdad... Y todo eso puede ser muy duro en un mundo donde lloramos por la muerte de nuestro perro pero ya no nos conmueven los horrores sobre las personas que vemos todos los días. Nadie es justo, todos pecadores, así que ¿quién puede tirar la primera piedra? Una joya, hay que verla.