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Voto de Ludovico:
10
7,6
20.134
Drama
En un pequeño pueblo de Castilla, en plena postguerra a mediados de los años cuarenta, Isabel y Ana, dos hermanas de ocho y seis años respectivamente, ven un domingo la película "El Doctor Frankenstein". A la pequeña la visión del film le causa tal impresión que no deja de hacer preguntas a su hermana mayor, que le asegura que el monstruo está vivo y se oculta cerca del pueblo. (FILMAFFINITY)
2 de diciembre de 2017
70 de 81 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dos posibilidades de lectura surgen ante esta película: las podríamos llamar, respectivamente, «mítica» e «histórica». Como era de esperar, ha prevalecido la segunda, y la película se ha entendido mayoritariamente como un documento sobre la situación sociopolítica en la España franquista, relatado a través de la inocua historia de una niña que, en su infantil ingenuidad, no sabe distinguir entre realidad y fantasía.
En las antípodas de tal interpretación, sugiero que el film puede evocar, más bien, la experiencia visionaria, propiciada por una facultad de conocimiento superior a la razón, la imaginación creadora —que no debe ser confundida con la mera capacidad de fantaseo—, que hace posible el acceso al mundo imaginal, intermedio entre lo sensible y lo inteligible. Es el mundo del alma, conocido por las antiguas tradiciones sapienciales, pero del que Occidente perdió conciencia siglos atrás para hundirse en la funesta dicotomía cartesiana entre espíritu y cuerpo, idealismo y materialismo, mito e historia.
No pretendo que la película sea una mera ilustración alegórica de este esquema o que el director haya tenido en mente esa precisa formulación conceptual, propia de algunos pensadores del Círculo Eranos. Digo solo que un acercamiento del discurso fílmico a ese planteamiento puede resultar más fructífero que otros a la hora de abordarla.
El contexto histórico no autoriza las sobreinterpretaciones que ven en la película una alegoría política o atribuyen a los personajes una carga ideológica —o simplemente unas atribuciones— no justificadas por el guión (Fernando sería un «nacional» arrepentido; el fugitivo, un maquis; Teresa escribiría sus cartas a un amante republicano...) Atribuir estos u otros significados a lo que los guionistas han dejado deliberadamente en la indefinición altera el sentido del film, imponiendo la hipotética superioridad de lo histórico-documental sobre lo mítico-poético, justo lo inverso, a mi entender, de lo que la película propone.
«El espíritu de la colmena» me recuerda las pinturas sumi-e de los maestros Sung, que dejaban en blanco la mayor parte de la superficie del soporte, para trazar con austeras pinceladas el motivo que se trataba de evocar. El vacío no era un mero fondo que se hubiera quedado sin pintar: formaba parte esencial del cuadro. A esa capacidad para equilibrar la forma con el vacío la llamaba el Zen «tocar el laúd sin cuerdas», arte en el que Erice demuestra ser maestro. El mito requiere de amplios espacios vacíos, en los que el receptor se pueda mover con libertad; pero nuestra cultura tecnológica, que, ya desde el lenguaje común, desprecia el mito como falsedad, padece de «horror vacui». La fascinación por la cantidad obliga a poblar el mundo de cosas, a colmar los vacíos, a rellenar los huecos, a ocupar los silencios, a iluminar las sombras...
Ajustándose a la reducción a lo estrictamente necesario, la «información» proporcionada por los guionistas al espectador es mínima, y la vaguedad en cuanto al tiempo y el espacio se extiende a los protagonistas. La ocultación deliberada del pasado, la ausencia de datos biográficos explícitos, determina el tono poético del relato. Es de su vacío de donde los personajes, en los que intuimos una vivencia honda, sacan su fuerza, su capacidad de imponerse mediante tenues y sutiles pinceladas. Se nos exime de la tediosa tarea de asumir sus biografías, no por incapacidad para construirlas, sino para facilitar el acceso a su realidad interior. Nos basta con conocer sus sentimientos dominantes. No sabemos, ni tenemos por qué saber, lo que los personajes ocultan, pero nos impactan con su abrumadora carga de realidad. Erice conoce la realidad de lo inefable y respetuosamente la transmite en el misterio que impregna su película.
Ana, la protagonista infantil, asiste a la proyección de «Dr. Frankenstein», el film de Whale, y comprenderá, sin necesidad de formularlo con palabras, que hay otra realidad distinta de la monótona cotidianidad de los adultos. En la encrucijada, a punto de ser integrada en la colmena, la llegada providencial de la película le descubre lo que lleva dentro. Como en toda revelación, es su propia alma la que se revela a sí misma: su mundo interior, el mundo mágico que está a punto de reconocer como tal, a punto de nombrarlo —con riesgo, por tanto, de perderlo—, y al que se resiste a renunciar. Ese mundo deberá ser protegido de la devastadora acción de los adultos; ellos son el peligro, no el monstruo de Frankenstein que, limitándose a defenderse de la brutal agresividad de los humanos, no es para ella objeto de terror, sino puerta de entrada a un universo diferente.
Sin la ayuda de su padre, absorto en una racionalidad tan crítica como miope, ni de la madre, sumida en sus recuerdos, ni de la hermana, instalada ya en un mundo desencantado, Ana comprende que está sola y que nadie la va a llevar hasta el «jardín de las setas». Pero ella encuentra signos capaces de hablar a su mundo interior: el tren, por ejemplo, ese invento tecnológico extrañamente cargado de intenso poder simbólico. Ensimismada sobre las vías, Ana intuye que el tren, mensajero procedente de mundos desconocidos, le trae algo que le está particularmente destinado. Y la intuición no le falla. El fugitivo, encarnación, como Frankenstein, del ángel que cuelga sobre su cama, se lanza del tren en marcha para mostrarle en el espacio sagrado del establo que, por arte de magia, se puede hacer desaparecer el reloj, es decir, el tiempo, el tiempo de su padre, que es el tiempo plano y lineal de la colmena, para vivir una temporalidad distinta.
Para transmitir íntegro su mensaje, el fugitivo debe desaparecer, y las fuerzas «del orden» —quizá por aquello de que también el diablo sirve a los designios de Dios— se encargan de poner las cosas en su sitio. Ana comprende entonces que está definitivamente sola y que nadie podrá recorrer su camino por ella. Y Ana escapa de la colmena en busca del espíritu.
En las antípodas de tal interpretación, sugiero que el film puede evocar, más bien, la experiencia visionaria, propiciada por una facultad de conocimiento superior a la razón, la imaginación creadora —que no debe ser confundida con la mera capacidad de fantaseo—, que hace posible el acceso al mundo imaginal, intermedio entre lo sensible y lo inteligible. Es el mundo del alma, conocido por las antiguas tradiciones sapienciales, pero del que Occidente perdió conciencia siglos atrás para hundirse en la funesta dicotomía cartesiana entre espíritu y cuerpo, idealismo y materialismo, mito e historia.
No pretendo que la película sea una mera ilustración alegórica de este esquema o que el director haya tenido en mente esa precisa formulación conceptual, propia de algunos pensadores del Círculo Eranos. Digo solo que un acercamiento del discurso fílmico a ese planteamiento puede resultar más fructífero que otros a la hora de abordarla.
El contexto histórico no autoriza las sobreinterpretaciones que ven en la película una alegoría política o atribuyen a los personajes una carga ideológica —o simplemente unas atribuciones— no justificadas por el guión (Fernando sería un «nacional» arrepentido; el fugitivo, un maquis; Teresa escribiría sus cartas a un amante republicano...) Atribuir estos u otros significados a lo que los guionistas han dejado deliberadamente en la indefinición altera el sentido del film, imponiendo la hipotética superioridad de lo histórico-documental sobre lo mítico-poético, justo lo inverso, a mi entender, de lo que la película propone.
«El espíritu de la colmena» me recuerda las pinturas sumi-e de los maestros Sung, que dejaban en blanco la mayor parte de la superficie del soporte, para trazar con austeras pinceladas el motivo que se trataba de evocar. El vacío no era un mero fondo que se hubiera quedado sin pintar: formaba parte esencial del cuadro. A esa capacidad para equilibrar la forma con el vacío la llamaba el Zen «tocar el laúd sin cuerdas», arte en el que Erice demuestra ser maestro. El mito requiere de amplios espacios vacíos, en los que el receptor se pueda mover con libertad; pero nuestra cultura tecnológica, que, ya desde el lenguaje común, desprecia el mito como falsedad, padece de «horror vacui». La fascinación por la cantidad obliga a poblar el mundo de cosas, a colmar los vacíos, a rellenar los huecos, a ocupar los silencios, a iluminar las sombras...
Ajustándose a la reducción a lo estrictamente necesario, la «información» proporcionada por los guionistas al espectador es mínima, y la vaguedad en cuanto al tiempo y el espacio se extiende a los protagonistas. La ocultación deliberada del pasado, la ausencia de datos biográficos explícitos, determina el tono poético del relato. Es de su vacío de donde los personajes, en los que intuimos una vivencia honda, sacan su fuerza, su capacidad de imponerse mediante tenues y sutiles pinceladas. Se nos exime de la tediosa tarea de asumir sus biografías, no por incapacidad para construirlas, sino para facilitar el acceso a su realidad interior. Nos basta con conocer sus sentimientos dominantes. No sabemos, ni tenemos por qué saber, lo que los personajes ocultan, pero nos impactan con su abrumadora carga de realidad. Erice conoce la realidad de lo inefable y respetuosamente la transmite en el misterio que impregna su película.
Ana, la protagonista infantil, asiste a la proyección de «Dr. Frankenstein», el film de Whale, y comprenderá, sin necesidad de formularlo con palabras, que hay otra realidad distinta de la monótona cotidianidad de los adultos. En la encrucijada, a punto de ser integrada en la colmena, la llegada providencial de la película le descubre lo que lleva dentro. Como en toda revelación, es su propia alma la que se revela a sí misma: su mundo interior, el mundo mágico que está a punto de reconocer como tal, a punto de nombrarlo —con riesgo, por tanto, de perderlo—, y al que se resiste a renunciar. Ese mundo deberá ser protegido de la devastadora acción de los adultos; ellos son el peligro, no el monstruo de Frankenstein que, limitándose a defenderse de la brutal agresividad de los humanos, no es para ella objeto de terror, sino puerta de entrada a un universo diferente.
Sin la ayuda de su padre, absorto en una racionalidad tan crítica como miope, ni de la madre, sumida en sus recuerdos, ni de la hermana, instalada ya en un mundo desencantado, Ana comprende que está sola y que nadie la va a llevar hasta el «jardín de las setas». Pero ella encuentra signos capaces de hablar a su mundo interior: el tren, por ejemplo, ese invento tecnológico extrañamente cargado de intenso poder simbólico. Ensimismada sobre las vías, Ana intuye que el tren, mensajero procedente de mundos desconocidos, le trae algo que le está particularmente destinado. Y la intuición no le falla. El fugitivo, encarnación, como Frankenstein, del ángel que cuelga sobre su cama, se lanza del tren en marcha para mostrarle en el espacio sagrado del establo que, por arte de magia, se puede hacer desaparecer el reloj, es decir, el tiempo, el tiempo de su padre, que es el tiempo plano y lineal de la colmena, para vivir una temporalidad distinta.
Para transmitir íntegro su mensaje, el fugitivo debe desaparecer, y las fuerzas «del orden» —quizá por aquello de que también el diablo sirve a los designios de Dios— se encargan de poner las cosas en su sitio. Ana comprende entonces que está definitivamente sola y que nadie podrá recorrer su camino por ella. Y Ana escapa de la colmena en busca del espíritu.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
En la noche, cuando la luz cegadora de la exterioridad ya no impida la visión en lo profundo, marchará al bosque, lugar de encuentro por excelencia con lo numinoso. Allí, junto al agua, Ana accede a la experiencia visionaria que la traslada a la Tierra Prometida, donde se le revela la verdad del «espíritu». Que la mentalidad racionalista pueda sentirse incómoda ante esa escena no es extraño. No se trata, obviamente, de un sueño, ni tampoco de una alucinación. Difícil, entonces, de explicar, pues el encuentro de Ana con el monstruo de Frankenstein es real, absolutamente real, aunque de una realidad diferente, a la que solo un hábito largamente cultivado nos impide reconocer como tal. Y es real precisamente porque sucede en el mundo del alma, en ese mundo imaginal —que no imaginario— en que se espiritualizan los cuerpos y se corporifican los espíritus, en ese mundo cuyo olvido generó el desencantamiento de nuestra autosatisfecha modernidad. Ana «revivifica» el mito, viviéndolo de forma personal e intransferible, en una experiencia supremamente real que el positivismo cerril de los adoradores de la Historia confunde con una fantasía infantil.
Tras su decisiva experiencia nocturna, Ana está libre de la colmena, aunque tenga que vivir en ella; puede avanzar hacia la cruz —que más allá de su significación específicamente cristiana es símbolo universal del encuentro de lo vertical y lo horizontal, de la trascendencia y la inmanencia—, cerrar los ojos y entrar en contacto con el espíritu en su interior: «Soy Ana...»
El espíritu de la colmena sobrevuela la frontera entre el cine clásico y el moderno; se aleja de los procedimientos narrativos habituales, pero también se mantiene al margen de las escrituras de vanguardia. No es un film «abierto» para que el espectador ponga «lo que falta» (pretensión que disimula en no pocas ocasiones la incapacidad de los autores para ponerlo ellos mismos o eximirse de la necesidad de coherencia). Hay que resistirse a la tentación de rellenar sus silencios, lo que sería tanto como pintarrajear el fondo de una pintura sumi-e creyéndola inacabada. La tensión poética entre lo que se ve y lo que se oculta, entre lo que se sabe y lo que se desconoce es lo que otorga su fuerza y su profundidad a la película.
Aquí vendrían a cuento unas palabras de Tarkovsky: «No podemos reducir nuestro trabajo a explicar las circunstancias de la historia que contamos, como hacen muchos films contemporáneos. En cine, no hay que explicar nada, sino actuar directamente sobre las emociones del espectador, pues la emoción despertada en su interior pondrá en marcha su pensamiento».
De una limpieza y una sencillez exquisitas, la película huye de redundancias y excesos. Los diálogos están reducidos al mínimo. La voz en off de los adultos nos remite a su mundo interior. En esta película contada en voz baja, los ruidos adquieren especial importancia: escuchar la película es tan importante como verla (y aquí surge, inevitable, el recuerdo de Sokurov). El zumbido de las abejas, el ulular del viento, los pasos sobre los suelos de madera, el chirrido de las puertas, el silbato del tren, las campanadas a lo lejos, la sinfonía de la noche campestre... Sonidos que, como la luz —esa luz de miel de la que tanto se ha hablado y a la que casi parece redundante referirse—, se revelan como vías de comunicación entre lo físico y lo espiritual.
Erice opta con preferencia por el plano fijo, que combina con suaves movimientos de cámara, aunque lo más característico de la película son, sin duda, sus fundidos encadenados, abundantes y sostenidos, que parecen «coser» sus distintas secuencias, manteniendo una cohesión perfecta entre los mundos, por otra parte dispares y distantes, de los protagonistas.
Soy muy poco amigo de valoraciones cuantitativas, de estrellitas y de listas, pero me resulta difícil sustraerme a la tentación de decir que estamos, en mi opinión, ante la mejor película de la historia del cine español.
Tras su decisiva experiencia nocturna, Ana está libre de la colmena, aunque tenga que vivir en ella; puede avanzar hacia la cruz —que más allá de su significación específicamente cristiana es símbolo universal del encuentro de lo vertical y lo horizontal, de la trascendencia y la inmanencia—, cerrar los ojos y entrar en contacto con el espíritu en su interior: «Soy Ana...»
El espíritu de la colmena sobrevuela la frontera entre el cine clásico y el moderno; se aleja de los procedimientos narrativos habituales, pero también se mantiene al margen de las escrituras de vanguardia. No es un film «abierto» para que el espectador ponga «lo que falta» (pretensión que disimula en no pocas ocasiones la incapacidad de los autores para ponerlo ellos mismos o eximirse de la necesidad de coherencia). Hay que resistirse a la tentación de rellenar sus silencios, lo que sería tanto como pintarrajear el fondo de una pintura sumi-e creyéndola inacabada. La tensión poética entre lo que se ve y lo que se oculta, entre lo que se sabe y lo que se desconoce es lo que otorga su fuerza y su profundidad a la película.
Aquí vendrían a cuento unas palabras de Tarkovsky: «No podemos reducir nuestro trabajo a explicar las circunstancias de la historia que contamos, como hacen muchos films contemporáneos. En cine, no hay que explicar nada, sino actuar directamente sobre las emociones del espectador, pues la emoción despertada en su interior pondrá en marcha su pensamiento».
De una limpieza y una sencillez exquisitas, la película huye de redundancias y excesos. Los diálogos están reducidos al mínimo. La voz en off de los adultos nos remite a su mundo interior. En esta película contada en voz baja, los ruidos adquieren especial importancia: escuchar la película es tan importante como verla (y aquí surge, inevitable, el recuerdo de Sokurov). El zumbido de las abejas, el ulular del viento, los pasos sobre los suelos de madera, el chirrido de las puertas, el silbato del tren, las campanadas a lo lejos, la sinfonía de la noche campestre... Sonidos que, como la luz —esa luz de miel de la que tanto se ha hablado y a la que casi parece redundante referirse—, se revelan como vías de comunicación entre lo físico y lo espiritual.
Erice opta con preferencia por el plano fijo, que combina con suaves movimientos de cámara, aunque lo más característico de la película son, sin duda, sus fundidos encadenados, abundantes y sostenidos, que parecen «coser» sus distintas secuencias, manteniendo una cohesión perfecta entre los mundos, por otra parte dispares y distantes, de los protagonistas.
Soy muy poco amigo de valoraciones cuantitativas, de estrellitas y de listas, pero me resulta difícil sustraerme a la tentación de decir que estamos, en mi opinión, ante la mejor película de la historia del cine español.