Pablo Kurt no ha podido decirlo mejor. Él, al igual que yo, parece haberse quedado prendado de esa escena concreta en la habitación del señor Stevens, a media a luz y en susurros, ingenua violación de una intimidad, casi de un hombre que actúa más como máquina que como persona.

Sir Anthony Hopkins hace la escena a su gusto, claro, y aprieta el libro contra su corazón, y los dedos se hacen garras, suave garra que se vuelve débil ante el tacto de una estupenda Emma Thompson, más guapa que nunca como la señorita Kenton. La mirada de Hopkins en ese momento era tan clara, tan firme, tan desnuda que hasta daba reparo observarle. Porque no le ves a él, ves al señor Stevens y más allá del señor Stevens, ves el retrato callado, pausado y contenido del deseo. No me cansaré de decirlo una y otra vez: bravo, Hopkins, bravo.

«Lo que queda del día» se sustenta gracias a unos actores de una talla impresionante y un argumento amargo, que siempre da mucho renombre. Tenía muchos condimentos para fascinar, pero personalmente no me conmueve. Puede que la trama sea, a fin de cuentas, poco atractiva, debido en parte a la impasibilidad, rayana en enfermiza, del señor Stevens. Más interesante me resulta el personaje de James Fox como aristócrata inglés devorado por la «realpolitik» en la Inglaterra de pre guerra.

No está mal, pero tampoco entusiasma.