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Voto de Chris Jiménez:
9
6,5
1.073
Drama
Pete Aron (James Garner), un corredor del Grand Prix estadounidense, es expulsado de su equipo, el Jordan-BRM, por su responsabilidad en un accidente, en el que resultó herido el corredor británico Scott Stoddard. Ficha entonces por un equipo japonés, manteniendo, al mismo tiempo, una relación con la mujer de Stoddard. (FILMAFFINITY)
19 de junio de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El ensordecedor sonido de los motores estallando, los neumáticos arañando con rabia el asfalto, el humo espeso cubriendo el horizonte, el embriagador olor de la gasolina perfumando el aire, los fervientes gritos de la excitada muchedumbre, los miedos de los familiares al otro lado de la pista, los flashes de las cámaras intentando capturar la emoción del momento...
Pero una emoción y un momento que no se puede capturar en imágenes, que hay que ver, oler, oír y tocar si es preciso para sentirlo en lo más profundo de las entrañas; en la cabeza de cada guerrero a lomos de su caballo mecánico una sentencia firme: "No hay modos horribles de ganar...no hay más que ganar". Eso es lo que se respira en las carreras de coches, y sobre todo en la Fórmula 1: tensión, asombro, valentía, miedo, triunfo, alegría y muerte. Como aficionado a ella puedo afirmarlo, al igual que el sr. John Frankenheimer, quien, como McQueen, Cronenberg o Leslie H. Martinson, también sentía especial debilidad por el desenfreno de las carreras.
Tras la que sería una de sus obras maestras aunque mal recibida en su época, "Plan Diabólico", se prepararía para dar un salto cualitativo con respecto a su propio cine embarcándose en una superproducción financiada por MGM junto al escritor y cineasta Robert A. Aurthur, con la que se decidiría a explorar con ojo clínico el microcosmos, tanto interior como exterior, de las competiciones automovilísticas, la cual fue una carrera en sí misma pues aquél habría de competir con el dúo Sturges/McQueen, que por aquellas fechas preparaba una película situada en el mismo entorno.
"Grand Prix" obtuvo el apoyo de todas y cada una de las escuderías (aunque Ferrari se mostró reacia en un principio) y Frankenheimer pudo realizarla gracias al que le brindaron los pilotos Phil Hill, Dan Gurney y Carroll Shelby, siguiendo así el gran campeonato de Fórmula 1 de aquel año (1.966), usándose imágenes reales tomadas de las competiciones. ¿Y dónde comienza todo esto?, pues en el único sitio posible; tras una apertura al estilo de las clásicas superproducciones hollywoodienses del género épico, la explosión de un tubo de escape del cual sale la cámara inicia el espectáculo.
Allí se nos mete de cabeza, entre pistones, motores, conexiones, neumáticos, vapores, en definitiva las tripas de los vehículos que conducen los intrépidos y chiflados corredores. Durante un tiempo asistiremos al frenesí, al peligro y a la nostalgia del auténtico rally de Mónaco y el entusiasmo de la audiencia se nos contagia, pero no sólo vamos a observarlo desde su punto de vista, sino también desde el de los conductores; Frankenheimer agarra su cámara y filma desde todos los ángulos, perspectivas y posiciones posibles, concediendo, como hará en cada carrera, una especial atención por todo aquello que se dispone en el espacio, dentro y fuera de él.
La pantalla se divide, los planos cambian a una velocidad de vértigo sin provocar un efecto atolondrante, pues el director sabe rodar con pulso firme y nervios de acero, la carretera se divisa tan cercana que podemos tocarla con la yema de los dedos y de las ruedas saltan chispas que nos rozan la cara, pero lo más importante es que podemos escuchar los pensamientos y confesiones de cada uno de los participantes; el tiempo pasa y la sensación no es la de estar viendo una película, sino un documental disfrazado muy convenientemente de producción cinematográfica.
Si Stanley Kubrick creaba un cautivador ballet convirtiendo en bailarinas a las naves Frankenheimer hace lo mismo pero con coches en lugar de naves y en la claustrofobia de la carretera en lugar de la inmensidad del Espacio. El cúmulo de emociones que satura la pantalla revienta en mil pedazos junto con los coches de dos de los protagonistas, Peter Aron y Scott Stoddard, compañeros de escudería pero rivales inconfesables en el circuito, en un clímax atroz. A partir de esta secuencia que corta la respiración por su realismo da comienzo la película, y lo hace cambiando completamente de escenarios, personajes y estilo.
Así, la carretera da paso a hospitales, mansiones, compañías y la calle; la agilidad y la acción da paso al drama y al romance.
Y los coches dan paso a los personajes, porque John Frankenheimer, en contra de lo que se piense por el frenético primer tramo del metraje, es un cineasta preocupado de sus personajes más que de cualquier otra cosa...
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
A la imagen filmada en espectacular SuperPanavision, a la nítida y colorista fotografía de Lionel Lindon, a la gran banda sonora de Maurice Jarre (que prefiere dejar sin música, y muy acertadamente, a las carreras), al fastuoso diseño de producción, a la milimétrica edición de Henry Berman, Frank Santillo y Stewart Linder y a la soberbia técnica del director, que varía de sobrecogedora a poética según sale o entra de la pista, se une un reparto internacional colmado de estrellas encabezado por James Garner y el colosal Yves Montand seguidos de los geniales Brian Bedford y Jack Watson, las preciosas Jessica Walter y Eva Marie Saint y el mítico Toshiro Mifune en un papel secundario nada desdeñable.
Y junto a ellos, la inestimable colaboración de pilotos reales de la Fórmula 1. Como no podía ser de otro modo, "Grand Prix" fue un rotundo éxito de taquilla y todos se rindieron ante sus virtudes técnicas; nadie había filmado nunca las carreras de coches y su universo con tanta crudeza, esmero, violencia, sensatez y cariño como Frankenheimer. ¿Y tanto sacrificio para qué? Para unas gradas que se quedan vacías llenas de periódicos y basura, para una pista solitaria que anhela ser testigo de la futura victoria de unos y la derrota de otros, para unas posiciones de salida donde aún, en la distancia, resuena el estentóreo rugido de los motores.
Aun así, qué carrera, señores...qué tremenda carrera.
Pero una emoción y un momento que no se puede capturar en imágenes, que hay que ver, oler, oír y tocar si es preciso para sentirlo en lo más profundo de las entrañas; en la cabeza de cada guerrero a lomos de su caballo mecánico una sentencia firme: "No hay modos horribles de ganar...no hay más que ganar". Eso es lo que se respira en las carreras de coches, y sobre todo en la Fórmula 1: tensión, asombro, valentía, miedo, triunfo, alegría y muerte. Como aficionado a ella puedo afirmarlo, al igual que el sr. John Frankenheimer, quien, como McQueen, Cronenberg o Leslie H. Martinson, también sentía especial debilidad por el desenfreno de las carreras.
Tras la que sería una de sus obras maestras aunque mal recibida en su época, "Plan Diabólico", se prepararía para dar un salto cualitativo con respecto a su propio cine embarcándose en una superproducción financiada por MGM junto al escritor y cineasta Robert A. Aurthur, con la que se decidiría a explorar con ojo clínico el microcosmos, tanto interior como exterior, de las competiciones automovilísticas, la cual fue una carrera en sí misma pues aquél habría de competir con el dúo Sturges/McQueen, que por aquellas fechas preparaba una película situada en el mismo entorno.
"Grand Prix" obtuvo el apoyo de todas y cada una de las escuderías (aunque Ferrari se mostró reacia en un principio) y Frankenheimer pudo realizarla gracias al que le brindaron los pilotos Phil Hill, Dan Gurney y Carroll Shelby, siguiendo así el gran campeonato de Fórmula 1 de aquel año (1.966), usándose imágenes reales tomadas de las competiciones. ¿Y dónde comienza todo esto?, pues en el único sitio posible; tras una apertura al estilo de las clásicas superproducciones hollywoodienses del género épico, la explosión de un tubo de escape del cual sale la cámara inicia el espectáculo.
Allí se nos mete de cabeza, entre pistones, motores, conexiones, neumáticos, vapores, en definitiva las tripas de los vehículos que conducen los intrépidos y chiflados corredores. Durante un tiempo asistiremos al frenesí, al peligro y a la nostalgia del auténtico rally de Mónaco y el entusiasmo de la audiencia se nos contagia, pero no sólo vamos a observarlo desde su punto de vista, sino también desde el de los conductores; Frankenheimer agarra su cámara y filma desde todos los ángulos, perspectivas y posiciones posibles, concediendo, como hará en cada carrera, una especial atención por todo aquello que se dispone en el espacio, dentro y fuera de él.
La pantalla se divide, los planos cambian a una velocidad de vértigo sin provocar un efecto atolondrante, pues el director sabe rodar con pulso firme y nervios de acero, la carretera se divisa tan cercana que podemos tocarla con la yema de los dedos y de las ruedas saltan chispas que nos rozan la cara, pero lo más importante es que podemos escuchar los pensamientos y confesiones de cada uno de los participantes; el tiempo pasa y la sensación no es la de estar viendo una película, sino un documental disfrazado muy convenientemente de producción cinematográfica.
Si Stanley Kubrick creaba un cautivador ballet convirtiendo en bailarinas a las naves Frankenheimer hace lo mismo pero con coches en lugar de naves y en la claustrofobia de la carretera en lugar de la inmensidad del Espacio. El cúmulo de emociones que satura la pantalla revienta en mil pedazos junto con los coches de dos de los protagonistas, Peter Aron y Scott Stoddard, compañeros de escudería pero rivales inconfesables en el circuito, en un clímax atroz. A partir de esta secuencia que corta la respiración por su realismo da comienzo la película, y lo hace cambiando completamente de escenarios, personajes y estilo.
Así, la carretera da paso a hospitales, mansiones, compañías y la calle; la agilidad y la acción da paso al drama y al romance.
Y los coches dan paso a los personajes, porque John Frankenheimer, en contra de lo que se piense por el frenético primer tramo del metraje, es un cineasta preocupado de sus personajes más que de cualquier otra cosa...
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
A la imagen filmada en espectacular SuperPanavision, a la nítida y colorista fotografía de Lionel Lindon, a la gran banda sonora de Maurice Jarre (que prefiere dejar sin música, y muy acertadamente, a las carreras), al fastuoso diseño de producción, a la milimétrica edición de Henry Berman, Frank Santillo y Stewart Linder y a la soberbia técnica del director, que varía de sobrecogedora a poética según sale o entra de la pista, se une un reparto internacional colmado de estrellas encabezado por James Garner y el colosal Yves Montand seguidos de los geniales Brian Bedford y Jack Watson, las preciosas Jessica Walter y Eva Marie Saint y el mítico Toshiro Mifune en un papel secundario nada desdeñable.
Y junto a ellos, la inestimable colaboración de pilotos reales de la Fórmula 1. Como no podía ser de otro modo, "Grand Prix" fue un rotundo éxito de taquilla y todos se rindieron ante sus virtudes técnicas; nadie había filmado nunca las carreras de coches y su universo con tanta crudeza, esmero, violencia, sensatez y cariño como Frankenheimer. ¿Y tanto sacrificio para qué? Para unas gradas que se quedan vacías llenas de periódicos y basura, para una pista solitaria que anhela ser testigo de la futura victoria de unos y la derrota de otros, para unas posiciones de salida donde aún, en la distancia, resuena el estentóreo rugido de los motores.
Aun así, qué carrera, señores...qué tremenda carrera.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Ahora les conocemos a ellos, a quienes se sientan en los automóviles y hacen vibrar al público con la emoción, conoceremos todo lo relacionado con sus vidas, desde sus esperanzas, sueños y objetivos a sus miedos, culpas, dilemas y conflictos amorosos.
Es digno de elogio cómo el director es capaz de profundizar con el mismo ahínco en un universo y en otro, separados y al mismo tiempo unidos por la carne y las emociones: el de las carreras y el de los que las protagonizan; ésa es su intención y la de Arthur, escudriñar los dos mundos desde el exterior y desde el interior. El argumento adopta entonces patrones clásicos, inclinados hacia el puro melodrama, desarrollándose alrededor de los cuatro protagonistas: los nombrados Peter y Scott, Jean-Pierre Sarti y Nino Barlini, cada uno conformando una imagen perfecta de los cuatro arquetipos básicos de lo que pueden ser los pilotos de carreras.
Desde el joven entusiasta conquistador de mujeres al hombre maduro que empieza a replantearse su filosofía; al compás de los entrometidos flashes de las cámaras y de las intrigas que van desplegándose entre las bambalinas de las escuderías, donde los pilotos aceptan nuevos contratos o suplican a los dueños para permitir correr con sus vehículos, descubrimos las tenebrosidades que ocultan el glamour, la fama y el dinero. Y es que no es oro todo lo que reluce. Arthur nos acerca a la frivolidad que acompaña a las fiestas de etiqueta, a la hipocresía de hombres y mujeres de corazones fríos y herméticos y sentimientos volátiles, a la melancolía de los que perdieron y al orgullo de los que ganaron...
Y por encima de todo a la insensibilidad de esos para los que perder la vida no significa nada en comparación a perder la oportunidad de sujetar la copa del campeón. Tensiones y romances de por medio, porque el amor es tan efímero como la gloria, pero hay que aprovecharse de él. Mientras Scott se recupera de sus heridas físicas y emocionales intentando en vano ocupar el puesto que dejó su difunto hermano, Peter y Pat inician una relación, pero ante las cámaras las mentiras se mantienen. Pese a que Peter acapara el protagonismo largo tiempo, Sarti será a quien guionista y director brinden una mejor historia y personalidad, y con su visión cínica, fatalista y descorazonadora de lo que realmente significa el mundo de las carreras no tarda en ganarse nuestra simpatía y comprensión.
Las oscilaciones de la estructura que propone Frankenheimer se adivinan fácilmente, la cual nos transporta de circuito en circuito y con las consecuencias correspondientes a ello; la inmensa trama que se dibujaba entre la primera carrera y la segunda resultaba bastante irregular teniendo en cuenta la carga excesiva de drama e introspección de personajes. Pero a partir de que regresemos a los circuitos y nos montemos en los coches la película se equilibrará de nuevo y del mismo modo la acción de las carreras por un lado y el melodrama por otro, todo en resonancia, nunca dejando de revelar el lado más trágico, amargo y sombrío de este deporte de masas. Un buen ejemplo lo tenemos en la competición de Bélgica, con el terrible suceso que envuelve a Sarti y a unos niños que seguían de cerca la carrera.
La pregunta es, ¿cuántas vidas son necesarias para que otro triunfe?, ¿qué compañero ha de perder para que otro gane?, ¿quién tiene que perder un brazo para que otro alze el suyo en signo de victoria? Mientras la sangre de unos se mezcla con la gasolina y el barro otro sostiene en alto la copa henchido de gloria; lo importante es ser el primero, porque como dijo Damon Hill "Ganar lo es todo. Si quedas 2.º sólo lo recordará tu mujer y tu perro".
Tal es la concesión al realismo que las carreras pronto dejan de resultar una diversión para convertirse en una oportunidad más para la tragedia.
Es digno de elogio cómo el director es capaz de profundizar con el mismo ahínco en un universo y en otro, separados y al mismo tiempo unidos por la carne y las emociones: el de las carreras y el de los que las protagonizan; ésa es su intención y la de Arthur, escudriñar los dos mundos desde el exterior y desde el interior. El argumento adopta entonces patrones clásicos, inclinados hacia el puro melodrama, desarrollándose alrededor de los cuatro protagonistas: los nombrados Peter y Scott, Jean-Pierre Sarti y Nino Barlini, cada uno conformando una imagen perfecta de los cuatro arquetipos básicos de lo que pueden ser los pilotos de carreras.
Desde el joven entusiasta conquistador de mujeres al hombre maduro que empieza a replantearse su filosofía; al compás de los entrometidos flashes de las cámaras y de las intrigas que van desplegándose entre las bambalinas de las escuderías, donde los pilotos aceptan nuevos contratos o suplican a los dueños para permitir correr con sus vehículos, descubrimos las tenebrosidades que ocultan el glamour, la fama y el dinero. Y es que no es oro todo lo que reluce. Arthur nos acerca a la frivolidad que acompaña a las fiestas de etiqueta, a la hipocresía de hombres y mujeres de corazones fríos y herméticos y sentimientos volátiles, a la melancolía de los que perdieron y al orgullo de los que ganaron...
Y por encima de todo a la insensibilidad de esos para los que perder la vida no significa nada en comparación a perder la oportunidad de sujetar la copa del campeón. Tensiones y romances de por medio, porque el amor es tan efímero como la gloria, pero hay que aprovecharse de él. Mientras Scott se recupera de sus heridas físicas y emocionales intentando en vano ocupar el puesto que dejó su difunto hermano, Peter y Pat inician una relación, pero ante las cámaras las mentiras se mantienen. Pese a que Peter acapara el protagonismo largo tiempo, Sarti será a quien guionista y director brinden una mejor historia y personalidad, y con su visión cínica, fatalista y descorazonadora de lo que realmente significa el mundo de las carreras no tarda en ganarse nuestra simpatía y comprensión.
Las oscilaciones de la estructura que propone Frankenheimer se adivinan fácilmente, la cual nos transporta de circuito en circuito y con las consecuencias correspondientes a ello; la inmensa trama que se dibujaba entre la primera carrera y la segunda resultaba bastante irregular teniendo en cuenta la carga excesiva de drama e introspección de personajes. Pero a partir de que regresemos a los circuitos y nos montemos en los coches la película se equilibrará de nuevo y del mismo modo la acción de las carreras por un lado y el melodrama por otro, todo en resonancia, nunca dejando de revelar el lado más trágico, amargo y sombrío de este deporte de masas. Un buen ejemplo lo tenemos en la competición de Bélgica, con el terrible suceso que envuelve a Sarti y a unos niños que seguían de cerca la carrera.
La pregunta es, ¿cuántas vidas son necesarias para que otro triunfe?, ¿qué compañero ha de perder para que otro gane?, ¿quién tiene que perder un brazo para que otro alze el suyo en signo de victoria? Mientras la sangre de unos se mezcla con la gasolina y el barro otro sostiene en alto la copa henchido de gloria; lo importante es ser el primero, porque como dijo Damon Hill "Ganar lo es todo. Si quedas 2.º sólo lo recordará tu mujer y tu perro".
Tal es la concesión al realismo que las carreras pronto dejan de resultar una diversión para convertirse en una oportunidad más para la tragedia.