Entre interesante, que lo es sin duda, y buena, algo quizá más discutible, por la rotundidad del adjetivo y que depende mucho del espectador, de lo que espere. Sin duda, Garrone coloca al espectador ante una visión muy incómoda, por real, por creíble, de la vida cotidiana en un suburbio indeterminado de una ciudad que podría ser cualquiera. Gentes normales, anodinas, con sus miserias, sus momentos de ocio y pequeñas alegrías, pero también sus miedos, sus tragedias. Garrone hace del feísmo su bandera, partiendo de un personaje que cuida y se ocupa de los perros de los demás en un destartalado negocio que es toda su vida. Su relación con los perros, con sus vecinos, con su hija son toda su vida. Y le basta. Pero la figura del matón del barrio, de su entorno, le llevan por un camino equivocado y que no es capaz de gestionar. Todo lo que sucede después es consecuencia de la fatalidad, vestida de destino implacable, ayudada por una actitud débil del protagonista, falto de personalidad pero que estallará como una olla a presión a la que taponan su única salida, delante de un espectador que está deseando quitar sus ojos de esas vidas que Garrone, implacable, les muestra. Una sucia realidad, sin duda.