No recuerdo, así a bote pronto, una película en la que una interpretación sobresalga tan escandalosamente sobre el resto y, especialmente, tenga el arrojo y el poderío de salvar, incluso con cierta holgura, una historia con la palabra "naufragio" tatuada en la frente.

Obviamente no hablo de ese despropósito de actor llamado Joseph Fiennes, ni del gran Jeremy Irons, aquí simplemente correcto.

Me refiero al mejor actor de la historia, claro, al Patxi Salinas más incendiario de los últimos quince años, y al más inspirado junto a Insomnio y Relaciones Confidenciales de esta década, de largo.

El modo de acaparar todas y cada una de las secuencias en las que aparece, de transmitir, de intimidar y de vomitar fuego y dolor encarnando a un obcecado judío es digno de análisis.

Los momentos en los que, tocado con su gorro rojo, escupe monólogos son de una intensidad fuera de lo común, impropios de estos días de indiepolleces, remakes y clips de Don Algodón.

Ahora bien, por lo demás, la película es flojísima, y en ciertos momentos sonrojante.

Pero Salinas, al que se le ve en su salsa reivindicando la palabra de su amado Shakespeare, la soporta sobre sus hombros, y parece disfrutar.

Supongo que Forlán y Agüero se deben de sentir así en el Vicente Calderón.