A punto de cumplir 89 años, Clint Eastwood firma su última película, y la expectación ante la propuesta está plenamente justificada por la trayectoria de uno de los más grandes. Sólo su presencia es capaz de llenar la pantalla, de insuflar las más variadas emociones como sólo un artista dotado del don de la genialidad puede llegar a transmitir.

Aún estando ante una obra menor en su inabarcable filmografía, es un gozo verlo dirigir y actuar. Aquí da vida a un anciano de vueltas de casi todo, absorbido por la precariedad de un negocio en ruinas y un alejamiento de su familia que le recrimina las pocas atenciones recibidas a lo largo de los años.

Casi por casualidad pasa a convertirse en transportista para un cártel de narcos, acomodándose a las nuevas sensaciones que el dinero fácil procura, en un disfrute alejado de consideraciones éticas y desprovisto de complejos. Y caprichos de la providencia, esta poco recomendable dedicación, le va a otorgar la posibilidad de rehabilitar su imagen ante los suyos, en un ejercicio de redención creíble y estimable.

Manejando con maestría el tempo narrativo, consigue implicarme en la historia, me interesan las peripecias de este anciano, su aparente candidez confrontada ante un mundo salvaje y despiadado. Eastwood vuelve a hacer bueno aquello de que los viejos rockeros nunca mueren