Pocas escenas habrá del calibre en la filmografía europea de los últimos años como esa escena central del último film del director manchego en la que la Julieta joven visita a sus padres en su Andalucía natal. Resulta que la madre de la protagonista padece de Alzheimer y ya no la reconoce. Julieta decide dormir con ella; en media de la noche, la madre se despierta y en un momento de lucidez ve a su hija que duerme frente a ella. Tienen, en medio del silencio y la obscuridad de la noche, la charla madre e hija que no pudieron tener por la mañana y que quizás no puedan volver.

Ya solo una escena así justifica todo un film, pero no solo es eso. Hay en todo el film una contención cargada de profundidad de sentimientos que nos evoca el Almodóvar más puro y que nos ayuda a perdonar el lapsus de la anterior film. No hay concesiones a la galería. Todo está muy bien llevado y trenzado. Quizás ser padre o madre ayude a conectar de forma más intensa con esta gran obra, pero la verdad es que no haría falta; todos somos hijos, queridos o no, y todos sabemos de la alegría o el dolor que un hijo representa y que Almodóvar tan bien sabe tratar hasta conmovernos sin por ello caer en la lágrima fácil, lo que no es poco.