Cuando terminé de ver la película, uno de los pensamientos que pasaron por mi cabeza fue el hecho de que directores como Clint lleguen a su ocaso, y que algún día, que espero que tarde en llegar, nos deje para siempre, huérfanos de su cine.

Gran Torino es una joya, una de esas que no se ven todos los años; y no sólo porque la dirige Eastwood, sino porque también la protagoniza, para nuestro deleite. Reluciente como su bólido, esta película encumbra una vez más a este genio como actor, y exprime su talento delante de las cámaras, en una especie de homenaje a sí mismo en su faceta interpretativa. Esa cara desencajada, esos gruñidos que le acompañan por momentos, esas manos de viejo convertidas en el más violento de los revólveres, y ese lenguaje mordaz inconfundible. La película es grande, pero ver al director de "Sin Perdón" en este último papel es imperdible.

Hay momentos memorables, dentro de una trama sencilla de forma, y rica de fondo, en una historia que aborda el racismo con crudeza y no escatima en violencia. El mensaje lanzado es conciliador, y deja al desnudo al racismo, en una sencilla muestra de cómo los lazos de amistad pueden abrir los ojos del más tozudo de los mortales.

Y qué decir del final; es muy complicado crear finales imprevisibles, sorprender al espectador más curtido, pero Gran Torino lo hace, resuelve la película como merece, dejando un sabor de boca satisfactorio, y suspirando por que gente como Clint deje de cumplir años.