-Un momento, Stevens.
-Diga, Milord.
-¿No le parece que su padre está ya un poquito mayor para subir escalones?
-Sí, Milord. Le buscaré un nuevo cometido.
-Lo dejo en sus manos, Stevens.

Aquella noche, Stevens, estaba en su cuarto cuando entró la ama de llaves:
-Oh, Sr. Stevens, está usted leyendo -rió ella-; seguro que es una novela rosa. Déjeme ver cuál es.
Stevens se resistió seriamente pero al final la mujer leyó la portada: "Estadística de la producción vitivinícola durante la década de 1930".
-¡Joder! -Exclamó ella.
-Le ruego, señorita Kenton, que me deje usted en paz los pocos minutos que tengo libres al día. Los utilizo para adquirir cultura.
-Yo pensaba que...
-Bien. Me gustaría estrujarla entre mis brazos y dejar aflorar mi pasión pero ya es tarde, me debo a mi puesto de trabajo.

Con el tiempo, el señor Stevens, comentaba en la tasca del pueblo ante los parroquianos:
-Pues sí, antes de la guerra, mi amigo Churchill y yo tomábamos aquí cervezas todas las tardes...
Luego, el médico del lugar que le había oído aprovechó que iban los dos solos en el coche:
-Diga la verdad: Usted es un sirviente.
-Sí es verdad. Me he tirado el rollo, perdón. Es que también soy una persona...
-No se preocupe. A todos nos ha quedado algo por hacer en la vida...