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Voto de Antonio Morales:
7
Drama. Aventuras Dos amigos dejan su pueblo para combatir con su ejército. Ambos, tras una derrota en el frente, se cobijan en la solitaria casa de Oko, una viuda que vive con su hija. Matachachi dejará que Oko le seduzca y, junto con ella y su hija se irá a Tokio, olvidando a su prometida... (FILMAFFINITY)
3 de junio de 2016
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de trabajar como ayudante de Kenji Mizoguchi, Hiroshi Inagaki se decantó por dirigir cine de ambientación mítica o histórica “jidaigeki”, que en el contexto del cine japonés encuentra su principal referente en las películas de samuráis, y que por la importancia adquirida dentro y fuera de sus fronteras constituyen un subgénero propio, el “chambara”. Siguiendo el ejemplo de otros cineastas nipones, recrea el mundo violento del samurái que no está exento de crítica social. La mirada que proyecta hacia el Japón del pasado oscila entre el idealismo hiperbólico y el realismo paródico, y nos sitúa en un momento donde pese a rendirse culto al honor es necesario sobrevivir a las vilezas cotidianas. Aprovechando todo el talento desgarrador e histriónico de Toshiro Mifune, el actor que popularizó como nadie el personaje del guerrero nipón, “Samurái” es la primera parte de una trilogía en torno al personaje de Miyamoto Musashi, que ya había inspirado al cineasta Inagaki un notable film en 1940.

“En el arte individual de la guerra, cuando tu contrincante no está tan entrenado como tú, o cuando su ritmo disminuye, o cuando empieza a retroceder, es esencial no dejar que tome aliento, ni concederle siquiera el tiempo de pestañear, abátele inmediatamente. Lo más importante es no dejarle recuperarse”. Así se expresaba el célebre guerrero Miyamoto Musashi (1584-1645), conocido en Japón como “El sacerdote de la espada”, en su obra “El libro de los 5 anillos: guía del samurái” (1643), muchos años más tarde, inspiró la novela por entregas del escritor Eiji Yoshikawa, publicado en tiras diarias por un rotativo japonés, que después inspiró la trilogía.

La película obedece a una doble aspiración, el cine de acción norteamericano y la novela histórica japonesa, ya que utiliza técnicas occidentales, como las panorámicas y el montaje rápido, pero también el formalismo de las luchas, así como el esteticismo del paisaje, bebe de pinturas autóctonas y grabados folclóricos. Por esta razón, el uso vibrante del color en las ropas y la sensualidad plástica de la naturaleza, el ritmo veloz con que se suceden las peripecias, la espectacularidad de las batallas y persecuciones o la ingenuidad de los diálogos y los episodios sentimentales, evocan los films de aventuras hollywoodienses de la década de los años cincuenta.

Cómico y heroico a la vez, Takezo (T. Mifune) es un pillo de gran coraje y corazón, un “ronin” vagabundo, en los límites de la ley, que no permite que se pongan riendas a su libertad. No obstante, más allá de su indudable carisma, hay que destacar unos personajes secundarios, en especial los femeninos, de complejidad psicológica y dudosa moral, lo que representa una novedad: mujeres de carne y hueso, sibilinas y tentadoras, en una película de samuráis. Película sugerente, atractiva y bella que no defrauda, donde la felicidad y el dolor se mezclan sin capacidad de distinción, profundiza en la fugacidad que marca todos los placeres humanos, presentándose el amor romántico como una especie de enfermedad que aflige y debilita el espíritu. Insiste en la lucha interior que cada individuo mantiene respecto al clan y a los deseos personales, describe un mundo lleno de disparidades y contradicciones, donde la alegría de vivir es muy breve, el sufrimiento largo, y cada acto de su existencia está impregnado de una inquietante melancolía.
Antonio Morales
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