Anna, una chica bien bastante hastiada de todo, se despide de su rico padre (a quien tampoco se le ve muy entusiasmado con su retoña), se va de crucero con su novio (del que también está bastante aburrida) y con su amiga Claudia en un yate propiedad de otra amiga aristócrata. En el barco interactúan una serie de personajes de la alta sociedad, y no todos ellos viajan con su cónyuge o pareja oficial, habiendo escogido para la ocasión algún amante de turno, pues supongo que eso sería de buen tono entre la jet set. El único matrimonio presente es odioso; la lela esposa está todo el rato diciendo lo bonito que es todo y el resignado marido se entretiene despreciando lo que ella dice; la viva estampa de la felicidad conyugal.
Pasa el tiempo y no ocurre nada digno de destacar, aparte de que ahí nadie da la impresión de divertirse mucho, aunque estén en alta mar tumbados a la bartola tomando el sol, bañándose, comiendo, bebiendo, leyendo el periódico... Más bien parecen aburrirse en afable compañía, que imagino que es mejor que aburrirse solo. Como eso de estar todo el día sin dar golpe y navegar en una embarcación de recreo debe de ser tan tedioso, a nuestra simpática Anna se le ocurre dar un sustillo a sus colegas, sin duda lo más divertido que les ha acontecido quizás en años de monotonía. Pero la pequeña broma no basta para que la chica deje de poner unos morros que le llegan hasta el suelo y, cuando echan el ancla en una isla, le echa los perros al novio (que siente gran afición por casarse, por lo visto) y, en un descuido de éste, se esfuma sin dejar rastro. Por fin sucede algo realmente destacable que añade algo de intriga y suspense. El novio, la mejor amiga y los demás peinan la isla y avisan a las autoridades.
Y este prometedor giro va dando paso a una nueva etapa de deambular por las relaciones sentimentales y sus vacíos, sus quebradizas ilusiones, sus mezquindades, sus traiciones, sus dudas, sus temores, su incomprensión, su desamor, su tedio. Vagando por suntuosos salones, veremos la crudeza de la infidelidad, la máscara de la hipocresía, la superficialidad de las amistades que alternan en la languidez insustancial de noches de fiesta. Entre tanta hueca futilidad, tan sólo Claudia (emotiva Monica Vitti) y sus dilemas interiores ofrecen una mano más cálida, más genuina. Sus culpables reflexiones sobre lo fácil que es olvidar, sobre lo sencillo que es ser egoísta y agarrarse al dicho “la vida sigue”, tienen su efecto en el espectador porque son desalentadoramente ciertas.
Por lo demás, la cámara se deleita en paisajes naturales y artificiales con un fervor que sólo es apreciado en plenitud por quien lo contempla desde fuera de la pantalla, no demasiado compartido por quienes están dentro de ella, tan absortos en sus frivolidades que no disfrutan de las pequeñas cosas, de un mar infinito o de un amanecer soberbio en la playa, y eso quizás subraya con mayor fuerza la indiferencia humana, el hastío existencial, la incomunicación crónica y la falta de sentido que rigen esta loca vida.
Al final, concluyo que si yo viviera como esta gente, también me moriría de aburrimiento.