Tornatore se adentró en el drama más estremecedor ideando la terrible historia de una inmigrante ucraniana en Italia, que carga con un pasado tan cruel y sórdido que es difícil concebir cómo se puede resurgir y continuar después de haber recibido tantos palos y reveses.
Los continuos flashes inundan la saturada memoria de Irena, haciéndola trastabillar en medio de su crepitante soledad de demonios y fantasmas que le gritan en los oídos sin cesar. Ella ha perdido tanto, se ha dejado tanto por el camino, que ya apenas es una sombra fugitiva, una muñeca destrozada a la que le quedan muy escasas ilusiones. Un breve hilo de esperanza, que persigue con la tenacidad de un juguete roto que sigue funcionando por puro milagro, por pura fuerza de voluntad.
Su presencia es la viva imagen de la inquietud, del desasosiego, del sufrimiento materializado. Su vagar sin asentamiento definido, sin tranquilidad interior, se parece a la manera de deslizarse de un espectro que busca fundirse con las paredes, camuflarse y ocultarse de las miradas, siguiendo un objetivo fijo y muy marcado, que es el único móvil que la sostiene.
Irena rara vez se relaja o muestra sus auténticos sentimientos. Ofrece su sonrisa amable y su diligente meticulosidad en el trabajo, como tapadera de normalidad para cubrir su interior deshecho, pulverizado, cuyos trozos intenta recomponer contra todo pronóstico. Sabe que para las personas como ella no hay salida, o ésta está tan lejos que es muy improbable que la encuentre antes de que sea aún más tarde.
La tragedia y las calamidades de una mujer de muy mala estrella, contadas con la cadencia y la denuncia del Tornatore más serio, más llano, más comprometido con la adversidad. Lanzando la piedra contra los sótanos cochambrosos de la sociedad, en los que se gestan toda clase de tropelías, depravaciones y comercios con el horror.
Un Morricone elogiable, que es la línea invariable en su intachable carrera, actores muy solventes (destacando a Kseniya Rappoport, cuyo nombre no había escuchado antes), y una imagen que comunica ese dolor, ese sinvivir perpetuo.
Una desconocida, buscando limpiarse un poco la suciedad de su cuerpo cansado, recogiendo sus añicos para tratar de pegarlos en pos de la última baza en la que cree poder apostar.