Una película de Bergman, Escenas de un matrimonio, por ejemplo, ambientada en Nueva York en los años ochenta, con la suma de un clown parlanchín y original, no tanto en su hipocondría, cuanto en su angustia existencial y en su vivificante lascivia.
Cuando decimos “ambientada en Nueva York en los ochenta”, queremos decir: la magia de la lluvia en el cine que inauguró décadas antes Cantando bajo la lluvia; la cotidianeidad de Central Park, paredes desconchadas con estilo y librerías de viejo donde encontrar el poema justo de E. Cummings; la ópera, el jazz y la casa de una familia judía que se junta para una cena. También: el ritmo de los diálogos ingeniosos de un humorista de bar, el travelling a través de calles y avenidas, cierta tipografía reconocible en cartelones como de película muda; el cáncer, el jogging, la consulta del médico privado, los artistas plásticos, el psicoanalista.
Una película de Bergman con happy end, con Max von Sydow haciendo una interpretación al borde del cameo. La cámara en el gabinete cerrado, las persianas bajadas y la luz tamizada; el primer plano que enfoca a esa actriz inmersa en sus propios pensamientos, mientras aturde la intensidad de la conversación que la rodea y de la que se siente tan completamente ajena. Personajes de dudosa moralidad que al final encuentran su camino de vuelta. Porque en el arte del Nueva York de los ochenta, los monstruos todavía cenaban en casa.
Al contrario que hoy, la progresía y la intelectualidad aplaudían.