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Voto de juanjomuñoz:
7
7,9
118.683
Western
En Texas, dos años antes de estallar la Guerra Civil Americana, King Schultz (Christoph Waltz), un cazarrecompensas alemán que sigue la pista a unos asesinos para cobrar por sus cabezas, le promete al esclavo negro Django (Jamie Foxx) dejarlo en libertad si le ayuda a atraparlos. Él acepta, pues luego quiere ir a buscar a su esposa Broomhilda (Kerry Washington), esclava en una plantación del terrateniente Calvin Candie (Leonardo DiCaprio). (FILMAFFINITY) [+]
24 de enero de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Seguramente, uno de los efectos más interesantes del uso de la violencia explícita en el cine sea, el sacudir en su butaca al bien acomodado espectador, el mostrar de manera plástica y primaria las relaciones de poder, enfrentarnos al animal humano despojado de su conveniente traje social: entrar en el salón de los espejos con los pies bien llenos de barro. Quizá en algunas ocasiones solo sea, un grito salvaje en la reunión de señoronas, el conocido épater les bourgeois. A veces es incluso menos, quizá solo provocar reacciones reflejas en un ser que se supone racionalmente motivado, las mismas reacciones que provoca en el espectador cierto tipo de humor, la pornografía o el cine gore: simples cortocircuitos de la razón. Conocidos directores de cine han seguido esta senda de variados ramales: Sam Peckinpah, Stanley Kubrick, Michael Haneke, Takeshi Kitano, Quentin Tarantino.
En Django desencadenado tenemos de nuevo el uso de la violencia. La violencia en una película imbuida de un particular esteticismo. Una violencia estilizada, sangre de rojo intenso que tiñe flores blancas, sangre que tiñe también el blanco lomo de un caballo, sangre por las paredes de casas coloniales con la fuerza de un expresivo cuadro abstracto. Es sublime el cuidado, la sensorialidad y el refinamiento en la factura de Django desencadenado.
En Django desencadenado tenemos de nuevo el uso de la violencia. La violencia en una película imbuida de un particular esteticismo. Una violencia estilizada, sangre de rojo intenso que tiñe flores blancas, sangre que tiñe también el blanco lomo de un caballo, sangre por las paredes de casas coloniales con la fuerza de un expresivo cuadro abstracto. Es sublime el cuidado, la sensorialidad y el refinamiento en la factura de Django desencadenado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Dos años antes de estallar la Guerra de Secesión Estadounidense, un filantrópico cazarrecompensas de origen alemán libera a un negro, tanto por simpatía por la causa como por conveniencia propia: el esclavo liberado le conducirá a su próxima presa. En el transcurso de sus andanzas el alemán descubre en su compañero Django, las cualidades innatas de un formidable aliado. Ambos forman una sociedad y trabajan juntos de manera reglada. Sus hazañas se suceden quedando como colofón, el rescate de Broomhilda, esposa de Django.
En el transcurso del filme hay un proceso de aprendizaje, no solo en cuanto al manejo de las armas, sino también en el arte del fingimiento: Schultz y Django han de interpretar diversos papeles siendo el de este último el más difícil: el del traidor experto, conocedor de la carne negra, que pone sus conocimientos al servicio del comprador blanco. Hay un conflicto ético aquí: el cazarrecompensas no debe dejarse llevar por sus convicciones morales, por sus emociones o por sus sentimientos, ha de matar a sangre fría o ver cómo matan a sangre fría: solo así conseguirá sus objetivos (una auténtica partida de póker emocional, que da pie en lo cinematográfico a auténticos duelos interpretativos). El fin justifica los medios. Y, ¿cuál es el fin? No otro que el ideal romántico-liberal anglosajón: el triunfo del individuo, el triunfo del amor. Porque al final esta historia no es más que una historia sobre el príncipe que rescata a la princesa, Sigfrido y Brunilda, la película no esconde –exhibe más bien- su referencia. Pero no nos engañemos, el aderezo es inequívocamente hollywoodense, plato servido en mesa de todos los públicos.
De manera análoga el tratamiento de la violencia: lejos queda la dura sordidez de Reservoir dogs, esta violencia es bella como dijimos, simpática, graciosa a veces. Las señoronas están invitadas a esta película de destellos subversivos. Proyectaremos nuestras más terribles pesadillas sin llegar nunca al fondo, solo para poder luego reírnos, y decir, que todo fue un sueño. ¡Uy, qué simpático, aunque travieso, es este niño! Se ha acusado a Tarantino de hacer humor irreverente, pero estas acusaciones solo pueden venir de una sociedad gazmoña hasta el tuétano, ahogada de corrección política. No se atreve Tarantino con sus villanos, construye un personaje excepcional interpretado por Di Caprio, pero tiene que hacerlo superficial, estúpido: francófilo que no sabe francés, admirador de Dumas que no sabe quién es este. La maldad tiene que ser estúpida para que no se nos atraganten las palomitas.
Tal vez haya que tomar las historias –y juzgarlas- tal y como son, y no como nos gustaría que fueran. Es solo que a veces –y aunque en el cine, tan frecuentemente, el pacto con el espectador ha sido solo un ingrediente más de la obra maestra- queda la sensación de talento malgastado.
En el transcurso del filme hay un proceso de aprendizaje, no solo en cuanto al manejo de las armas, sino también en el arte del fingimiento: Schultz y Django han de interpretar diversos papeles siendo el de este último el más difícil: el del traidor experto, conocedor de la carne negra, que pone sus conocimientos al servicio del comprador blanco. Hay un conflicto ético aquí: el cazarrecompensas no debe dejarse llevar por sus convicciones morales, por sus emociones o por sus sentimientos, ha de matar a sangre fría o ver cómo matan a sangre fría: solo así conseguirá sus objetivos (una auténtica partida de póker emocional, que da pie en lo cinematográfico a auténticos duelos interpretativos). El fin justifica los medios. Y, ¿cuál es el fin? No otro que el ideal romántico-liberal anglosajón: el triunfo del individuo, el triunfo del amor. Porque al final esta historia no es más que una historia sobre el príncipe que rescata a la princesa, Sigfrido y Brunilda, la película no esconde –exhibe más bien- su referencia. Pero no nos engañemos, el aderezo es inequívocamente hollywoodense, plato servido en mesa de todos los públicos.
De manera análoga el tratamiento de la violencia: lejos queda la dura sordidez de Reservoir dogs, esta violencia es bella como dijimos, simpática, graciosa a veces. Las señoronas están invitadas a esta película de destellos subversivos. Proyectaremos nuestras más terribles pesadillas sin llegar nunca al fondo, solo para poder luego reírnos, y decir, que todo fue un sueño. ¡Uy, qué simpático, aunque travieso, es este niño! Se ha acusado a Tarantino de hacer humor irreverente, pero estas acusaciones solo pueden venir de una sociedad gazmoña hasta el tuétano, ahogada de corrección política. No se atreve Tarantino con sus villanos, construye un personaje excepcional interpretado por Di Caprio, pero tiene que hacerlo superficial, estúpido: francófilo que no sabe francés, admirador de Dumas que no sabe quién es este. La maldad tiene que ser estúpida para que no se nos atraganten las palomitas.
Tal vez haya que tomar las historias –y juzgarlas- tal y como son, y no como nos gustaría que fueran. Es solo que a veces –y aunque en el cine, tan frecuentemente, el pacto con el espectador ha sido solo un ingrediente más de la obra maestra- queda la sensación de talento malgastado.