Como cualquier niño, de pequeño desarrollé un profundo afecto por los animales, especialmente por los perros. Mi abuelo tenía uno al que llamaba hiperbólicamente «Zar», aunque era un perro pequeñajo y perezoso, que siempre andaba tirado en las sombras: quise a ese perro mucho más que a muchos adultos que me rodeaban; he olvidado muchos rostros de aquellos años, pero no el de Zar. A veces sueño con él.

Entonces me encantaban también las películas donde aparecieran animales: «Lasie», «El libro de la selva», «Dumbo»... (no he visto «Bambi», pero estoy seguro de que hubiera secado los lacrimales de tanto llorar). Ahora, ya treinteañero y hecho todo un hombre de pelo en el pecho y las piernas, cuando vi que en la pantalla del autobús de la Continental-Auto aparecía una película protagonizada por un perro («Bingo») me dije: «Esta la tienes que ver con mentalidad infantil, como si en vez de Macarrones fueras todavía un fideíto». Me pasa a menudo: hay películas que ahora me pueden parecer flojas o mediocres o incluso malas, pero que estoy seguro de que con ocho añitos, me habrían cambiado la vida o me habrían emocionado mucho. Si soy capaz de transportarme a la sensibilidad y mentalidad que tenía entonces, consigo disfrutarlas. Es un truco que normalmente funciona.

Pues bien, si hubiera visto «Bingo» con seis años, me habría parecido una mierda pinchada en un palo, un tostón y un insulto a mi inteligencia infantil. Vista ahora, ni os cuento: no tengo adjetivos para describirla. Lo peor.