Los stalkers son guías que, jugándose su libertad, introducen en la Zona a otros individuos y los conducen hasta la habitación en que podrán expresar deseos que les serán concedidos a la vuelta. Ellos, los stalkers, han de ser desinteresados pero eso no es óbice para que sean críticos con los conducidos y se duelan a la vuelta de las ocasiones perdidas por estos al pensar en satisfacciones individuales y no colectivas. La Zona, lugar misterioso y legendario, es un sitio fantástico y a la vez terrible, en el que aflora lo mejor y peor de las personas y al que se quiere y odia con la misma intensidad.

Los encuadres de Tarkovsky en esta obra de ciencia-ficción están embadurnados de realidades sepias y sucias y de posibilidades de vivos colores que se escurren entre los dedos, inasibles, como fina arena de mercurio.

Quien quiera pasar un buen rato o algo más de dos horas y media de sosiego que no elija para ver esta dura reflexión de Tarkovsky sobre el hombre y sus circunstancias filosóficas y existenciales, porque aquí una vez más queda claro que el director soviético no creía demasiado en que el cine fuera un vehículo de diversión, más bien una ambulancia desgañitándose o un coche mortuorio bajo la lluvia ácida.