Para ganarte la vida en Los Ángeles, el lugar donde la industria del cine estableció su residencia, no debes llevar en tu maleta prendas tan poco prácticas como la sinceridad, honradez, delicadeza, lealtad... Y sobre todo evitar las mordeduras del amor, a menos que guardes en lugar seguro un buen antídoto.
El más joven de los Dorfman tardó, allá por los años 30, demasiado tiempo en aprender estos preceptos y cuando se trasladó desde Nueva York, buscando cobijarse bajo la sombra del tío Phil, quedó muy pronto enredado en una telaraña que, si bien en un principio parecía confortable, le fue asfixiando entre sus engañosos hilos de seda.

A Bobby el éxito le acompaña desde el momento en que decide dejar de ser un chico encantador para convertirse en hombre de negocios, en relaciones públicas farsante, en referente dudoso de la pulcritud. Vonnie, decide fiarlo todo al valor seguro, y la falta de riesgo marcará con el estigma de la cobardía todo su futuro.

La romántica narración de Café Society nos mece en una melancolía juguetona, que es la misma en la que se desenvuelve la pareja protagonista, deudores ambos de una pasión que quedó atrapada en una jaula de hielo.

Pero no se engañen por mi lánguido punto de vista, esto es una comedia con todos los ingredientes habituales de W. Allen: contradicciones, chascarrillos, hampones simpáticos, básicas familias judías...; más los aciertos técnicos: fotografía de Storaro y la música del swing, que ama el realizador-clarinetista, porque convierte en livianos los constantes desencuentros con la vida.