Estupendo western, reposado y sabio como Robert Duvall, cuyo Print Ritter constituye una lección magistral de contención, sensibilidad y atención al matiz; o, más sencillamente, de interpretación, sin conservantes ni colorantes.
Walter Hill, heredero de Peckinpah y fordiano reconocido, es un ejemplo más del fenómeno que viene produciéndose de un tiempo a esta parte: la fuga de talentos al medio televisivo. La especificación no es caprichosa, "Los protectores" es una miniserie para televisión, pero su calidad excede de largo la de muchísimas superproducciones cinematográficas de los últimos veinte años. La excelente fotografía enmarcada en el abrumador paisaje de Wyoming y su poderoso aliento clásico hacen a esta hermosísima fábula muy digna de figurar entre las cintas de cabecera de todo buen aficionado al género. Merecedora también, ni que decirlo tiene, de una enorme pantalla de cine al fondo de una sala de butacas. "Yes, sir". Porque no hay suficientes pulgadas de plasma para acotar toda la belleza que transmite esta película.
Si algo pudiera reprochársele a "Los Protectores" es, quizá, el acentuado maniqueísmo con que están construidos los personajes. Los malos son muy malos, sádicos y depravados; y los buenos criaturas celestiales, eso sí, de gatillo fácil- arcángeles veterotestamentarios, más bien-. Robert Duvall parece un patriarca bíblico y Thomas Haden Church, en el papel de su sobrino Tom Harte, una especie de superhéroe, dotado, además, de una puntería a prueba de disparos enemigos y blancos en movimiento. Pero esto es cine, señores. Olvidemos por tres horas el cinismo moderno. A nadie sentará mal, supongo, una leve dosis de valores positivos en los tiempos nihilistas que corren. De modo que tomemos "Los protectores" a guisa de homeopatía moral. Calcémonos las espuelas y disfrutemos de una película simplemente maravillosa.